En un parque polvoriento de la Ciudad de México, bajo la sombra de un árbol de jacarandas, tres ancianos ocupaban su banca de siempre, como si fueran los dueños del paisaje. Alfonso Zayas, con una sonrisa pícara que los años no habían borrado; Tun Tun, con sus ojillos chispeantes y un puro apagado entre los dedos; y Alberto Rojas, “El Caballo”, con una boina café, gafas oscuras y sus dientes de equino siempre a punto de soltar una grosería. Los tres viejos parecían estatuas vivientes de una época en que el albur y el ojo alegre eran moneda corriente.
Como era habitual, aquellos tres viejos pícaros estaban malviendo a las muchachas. Sentados en aquella banca del parque, los tres se daban sus buenos tacos de ojo a costa de las mujeres que pasaban por ahí. Cada muchacha era un pretexto para revivir sus glorias pasadas, o al menos para inventarlas.
—¡Miren nada más! —soltó Tun Tun, señalando con el puro a una joven de falda cortita que paseaba por ahí—. ¡Esa sí que está pa’l arrimón!
—Pues ahí dos tres —comentó Alfonso Zayas.
—¡Ay cabrón...! ¡Qué buen culo! Esa se la enchufas, hasta sin querer —exclamó de pronto Alberto Rojas, mientras se le saltaban los ojos, amenazando con salírseles de sus cuencas.
Éste señalaba a otra mujer con vestido ajustado y de amplias caderas, que paseaba con un niño de la mano.
—No pues, esa sí está como para encajársela sin pedirle permiso —intervino Alfonso Zayas—. ¡Pinche culote! Aunque no como el de Lina Santos. ¡Uuuufff...! ¿Se acuerdan cómo estaba esa vieja? —y dibujó en el aire, con manos temblorosas pero precisas, las curvas de una mujer que ya solo existía en su memoria—. Ese sí que era un buen culo de vieja. Yo sí se lo llegué a meter por ahí, y estaba bien rico, bien apretadito... ¡uhmmm!
—No digas mamadas —terció Tun Tun, dando un manotazo al aire.
—Sí, no te la restires pinche compadre —intervino “El Caballo Rojas”.
—Órale, órale, no me crean —replicó Alfonso, con aire de galán de vecindad—. Pero si les cuento cómo le hice, se van a caer de la banca.
Alberto y Tun Tun se miraron, entre burlones y curiosos.
—A ver, cuéntanos, pinche viejo rabo verde —dijo Rojas, cruzándose de brazos—. Pero que sea bueno, ¿eh?
Y así, Alfonso Zayas comenzó su relato, con esa mezcla de verdad y exageración que solo un mexicano podía tejer:
Resulta que hace unos añotes, cuando todavía me alcanzaban las piernas pa’caminar sin necesidad de esta tercera (y señaló su bastón), yo trabajaba de velador y conserje en unos laboratorios químicos, de esos donde hacen cosas raras con tubitos y líquidos. Mientras trapeaba, me dedicaba a echarle ojo a las chamacas que trabajaban ahí: secretarias, químicas, becarias, hasta las de la cafetería. A todas, incluso las que usaban sus batitas blancas, les adivinaba las curvas con mi ojo de águila. Obviamente les tiraba la onda. El problema es que ninguna me pelaba. ¡Nel, puro rechazo! Que si era feo, que si olía a trapeador, que si no tenía ni pa’l refresco. Total, un fracaso tras otro.
Pero un día, un científico de esos que parecen sacados de película.

Un tal Alfredo Solares, que lo conocían por el mote de “El Pelón Solares” (“Te lo arrimo “, comentó Alberto Rojas) (“Oh, estate sosiego compadre”, respondió Zayas, “déjame continuar”). Bueno, pues aquél se me acercó y me invitó unos tragos. Al principio me dio mala vibra así que le dije que no, gracias. Y es que siempre andaba con una bata llena de manchas raras. Yo no le tenía confianza, porque, ¿quién invita a un desconocido a su casa así nomás? Pero una noche, el Pelón me dijo: “Órale, Alfonso, vente, te invito unos tacos de suadero y unos mezcalitos”. Yo pensé: “Éste me quiere hacer algo raro”. Pero la neta, andaba con hambre y sin un peso, así que dije: “Pos vámonos”.
Llego a su casa y, ¡órale!, el Pelón me sacó ropa fina, unas cadenitas de oro, falso pero bien chidas. Quesque me las regalaba porque sentía empatía conmigo. Uy, dije, este es joto. ¿Qué querrá a cambio? Pero bueno, no le rechacé los regalos. Y luego de unos mezcales, que hasta me hicieron olvidar aquel temor, me puse a contarle mi vida.

Le dije cómo las mujeres siempre me bateaban por feo, pero que eso nomás me hacía desearlas más. Y él, con cara de “yo te entiendo compa”,

me confesó que también había sido un rechazado por las chamacas. Uy, pensé, ahora va a decir que por eso prefiere a los hombres. Pero no. Me dijo que si no hubiera sido por quemarse las pestañas con los libros y sus experimentos, nunca hubiera salido del hoyo. Me explicó que sentía mi dolor porque también había sido un perdedor en el amor. Hasta me regaló una muñeca inflable, diciendo que él la usaba pa’las noches solitarias. Que no me apurara, que él la lavaba luego de cada uso.

Yo le dije: “Órale, qué chido”. Entonces, me dijo: “Alfonso, ¿quieres ser mi conejillo de indias?”. Yo le contesté: “¡Nel, yo no soy pendejillo de nadie!”. Pero él aclaró que no se trataba de eso. Que quería hacer un experimento, quería encontrar una fórmula para que los feos como nosotros conquistáramos a las mujeres.
Total que, al otro día, me echó encima una pócima que olía a perro muerto. “Verás cómo te caen las reinas”, me dijo el Pelón. Pero ni una secretaria me peló. Al contrario, una gritó: “¡Uta, qué pinche olor! ¡Huele a muerto!”, y me quedó viendo bien feo.
Regresé con el Pelón y le dije: “Órale, compa, esto no sirve ni pa’l susto”.
El Pelón se rascó la calva y murmuró: “Pos igual y le faltó un toque”. Al día siguiente, me echó encima otro menjurje que olía a perfume barato. “Prueba este, le agregué algo especial”, dijo. De repente, las mujeres salieron corriendo, tapándose la nariz. “¡Huele a chimeco!” gritaban. Volví con el Pelón, tosiendo, y le solté: “¡Esto me hace repelente, no galán!”
El Pelón se puso a garabatear en sus libretas, murmurando fórmulas. “Necesito ajustar las dosis”, dijo. La tercera vez, me dio uno que parecía jarabe de mi palo. “Este sí va a funcionar”, juró. Me lo untó y me puse a caminar por el edificio, todo confiado. Pero lo único que pasó fue que me quedé dormido. Cuando desperté en mi cuartito, el Pelón me miraba medio raro, y como que sentí humedad en el asterisco. “Pos parece que te dio sueño, ¿no?, amor”. Ya ahí sí le menté la madre.
“No, me entendiste mal. Creo que estabas alucinando. Te dije: Parece que esta fórmula te dio sueño, no amor”, según me dijo. Disque que me había desmayado en un pasillo. Ya estaba por mandar al Pelón al carajo cuando, por fin, me aplicó un líquido verde que olía a medicina rancia, y me dijo: “Vamos a ver cómo cambian las cosas”, aseguró. Caminé por los pasillos con desconfianza, pero esa vez sentí un calor raro en el cuerpo. De pronto, mientras trapeaba los pasillos, una secretaria me guiñó el ojo, una doctora me rozó el brazo. Las secretarias, las químicas, ¡todas me veían con ojos de loba hambrienta! Yo no entendía qué pasaba. De repente, una morena de recepción con cara de mala me dice: “Oye, Alfonso, ¿no quieres tomar un atole?”. Yo, que no soy de piedra, acepté sin reparo. Y hasta la señora de los tamales me sonrió como nunca antes.
“¡Órale, Pelón, esto sí pega!” le dije al final del día. Aquél soltó una risa: “¡Te lo dije!, ahora sí vamos por buen camino. Ya sólo unos ajustes más y ¡a conquistar en serio!”
Total que el Pelón Solares me llevó a Acapulco. Que allá iríamos a probar su fórmula, pues sería con mujeres al azar, desconocidas. Nos instalamos en un hotel.
Me dijo: “Órale, ‘ora sí. A conquistar viejas. Ahí me traes unas pa’ mí.
Y que me salgo al área de piscina. Me impregné con esa madre y que comienza a hacer efecto.


Me eché a caminar, como que no quiere la cosa, y en poco rato ya traía cola.

Cuando me di cuenta, tenía un montón de viejas siguiéndome, como perros a taquero de mercado.

Corrí a mi cuarto.

Antes de poder abrir la puerta se me encimaron. Les dije: “Órale, reinas, yo les doy lo que quieren, pero hagan fila, hagan fila. ¡Como en las tortillas! A todas se les va a despachar, pero una por una”.
No podía creer mi suerte. Todas esas mujeres estaban deseosas de recibir mi palo y no sabía por cuál empezar.
“Hagan cola, hagan cola”, les decía para ordenar ese pinche desmadre.

Pero una de plano me paró la cola bien rico.

Le dije: “No mamacita, usted ya no necesita hacer cola, ya la tiene bien desarrollada. Con usted voy a empezar. Véngache”.

Nombre compadres, ¡qué rico palo me eché con esa culona! Le encantaba que la nalgueara cada que la penetraba por detrás. ¡Zas y zas, que le daba en sus nalgotas!
Luego, una tras otra, a todas me las cogí.




¡Qué encamada, compas! No les miento, estuve con morenas; rubias; altas; chaparras; enfermeras;

policías...

—Y hasta putos, ¿no? —interpuso “El Caballo”.
Él y Tun Tun rieron.
—¿Qué pasó compadre? No, no, eso sí no, jajaja —contestó Alfonso, aunque haciéndose el disimulado; como que algo ocultaba.

—Nombre compadre. Sí que te la restiraste esta vez —expresó Alberto Rojas.
—No me creas, pero hasta terminé en un hospital de tanto cogidón. Esas hembras por poco me mandan al panteón. Me exprimieron como trapo viejo.

Como era habitual, aquellos tres viejos pícaros estaban malviendo a las muchachas. Sentados en aquella banca del parque, los tres se daban sus buenos tacos de ojo a costa de las mujeres que pasaban por ahí. Cada muchacha era un pretexto para revivir sus glorias pasadas, o al menos para inventarlas.
—¡Miren nada más! —soltó Tun Tun, señalando con el puro a una joven de falda cortita que paseaba por ahí—. ¡Esa sí que está pa’l arrimón!
—Pues ahí dos tres —comentó Alfonso Zayas.
—¡Ay cabrón...! ¡Qué buen culo! Esa se la enchufas, hasta sin querer —exclamó de pronto Alberto Rojas, mientras se le saltaban los ojos, amenazando con salírseles de sus cuencas.
Éste señalaba a otra mujer con vestido ajustado y de amplias caderas, que paseaba con un niño de la mano.
—No pues, esa sí está como para encajársela sin pedirle permiso —intervino Alfonso Zayas—. ¡Pinche culote! Aunque no como el de Lina Santos. ¡Uuuufff...! ¿Se acuerdan cómo estaba esa vieja? —y dibujó en el aire, con manos temblorosas pero precisas, las curvas de una mujer que ya solo existía en su memoria—. Ese sí que era un buen culo de vieja. Yo sí se lo llegué a meter por ahí, y estaba bien rico, bien apretadito... ¡uhmmm!
—No digas mamadas —terció Tun Tun, dando un manotazo al aire.
—Sí, no te la restires pinche compadre —intervino “El Caballo Rojas”.
—Órale, órale, no me crean —replicó Alfonso, con aire de galán de vecindad—. Pero si les cuento cómo le hice, se van a caer de la banca.
Alberto y Tun Tun se miraron, entre burlones y curiosos.
—A ver, cuéntanos, pinche viejo rabo verde —dijo Rojas, cruzándose de brazos—. Pero que sea bueno, ¿eh?
Y así, Alfonso Zayas comenzó su relato, con esa mezcla de verdad y exageración que solo un mexicano podía tejer:
Resulta que hace unos añotes, cuando todavía me alcanzaban las piernas pa’caminar sin necesidad de esta tercera (y señaló su bastón), yo trabajaba de velador y conserje en unos laboratorios químicos, de esos donde hacen cosas raras con tubitos y líquidos. Mientras trapeaba, me dedicaba a echarle ojo a las chamacas que trabajaban ahí: secretarias, químicas, becarias, hasta las de la cafetería. A todas, incluso las que usaban sus batitas blancas, les adivinaba las curvas con mi ojo de águila. Obviamente les tiraba la onda. El problema es que ninguna me pelaba. ¡Nel, puro rechazo! Que si era feo, que si olía a trapeador, que si no tenía ni pa’l refresco. Total, un fracaso tras otro.
Pero un día, un científico de esos que parecen sacados de película.

Un tal Alfredo Solares, que lo conocían por el mote de “El Pelón Solares” (“Te lo arrimo “, comentó Alberto Rojas) (“Oh, estate sosiego compadre”, respondió Zayas, “déjame continuar”). Bueno, pues aquél se me acercó y me invitó unos tragos. Al principio me dio mala vibra así que le dije que no, gracias. Y es que siempre andaba con una bata llena de manchas raras. Yo no le tenía confianza, porque, ¿quién invita a un desconocido a su casa así nomás? Pero una noche, el Pelón me dijo: “Órale, Alfonso, vente, te invito unos tacos de suadero y unos mezcalitos”. Yo pensé: “Éste me quiere hacer algo raro”. Pero la neta, andaba con hambre y sin un peso, así que dije: “Pos vámonos”.
Llego a su casa y, ¡órale!, el Pelón me sacó ropa fina, unas cadenitas de oro, falso pero bien chidas. Quesque me las regalaba porque sentía empatía conmigo. Uy, dije, este es joto. ¿Qué querrá a cambio? Pero bueno, no le rechacé los regalos. Y luego de unos mezcales, que hasta me hicieron olvidar aquel temor, me puse a contarle mi vida.

Le dije cómo las mujeres siempre me bateaban por feo, pero que eso nomás me hacía desearlas más. Y él, con cara de “yo te entiendo compa”,

me confesó que también había sido un rechazado por las chamacas. Uy, pensé, ahora va a decir que por eso prefiere a los hombres. Pero no. Me dijo que si no hubiera sido por quemarse las pestañas con los libros y sus experimentos, nunca hubiera salido del hoyo. Me explicó que sentía mi dolor porque también había sido un perdedor en el amor. Hasta me regaló una muñeca inflable, diciendo que él la usaba pa’las noches solitarias. Que no me apurara, que él la lavaba luego de cada uso.

Yo le dije: “Órale, qué chido”. Entonces, me dijo: “Alfonso, ¿quieres ser mi conejillo de indias?”. Yo le contesté: “¡Nel, yo no soy pendejillo de nadie!”. Pero él aclaró que no se trataba de eso. Que quería hacer un experimento, quería encontrar una fórmula para que los feos como nosotros conquistáramos a las mujeres.
Total que, al otro día, me echó encima una pócima que olía a perro muerto. “Verás cómo te caen las reinas”, me dijo el Pelón. Pero ni una secretaria me peló. Al contrario, una gritó: “¡Uta, qué pinche olor! ¡Huele a muerto!”, y me quedó viendo bien feo.
Regresé con el Pelón y le dije: “Órale, compa, esto no sirve ni pa’l susto”.
El Pelón se rascó la calva y murmuró: “Pos igual y le faltó un toque”. Al día siguiente, me echó encima otro menjurje que olía a perfume barato. “Prueba este, le agregué algo especial”, dijo. De repente, las mujeres salieron corriendo, tapándose la nariz. “¡Huele a chimeco!” gritaban. Volví con el Pelón, tosiendo, y le solté: “¡Esto me hace repelente, no galán!”
El Pelón se puso a garabatear en sus libretas, murmurando fórmulas. “Necesito ajustar las dosis”, dijo. La tercera vez, me dio uno que parecía jarabe de mi palo. “Este sí va a funcionar”, juró. Me lo untó y me puse a caminar por el edificio, todo confiado. Pero lo único que pasó fue que me quedé dormido. Cuando desperté en mi cuartito, el Pelón me miraba medio raro, y como que sentí humedad en el asterisco. “Pos parece que te dio sueño, ¿no?, amor”. Ya ahí sí le menté la madre.
“No, me entendiste mal. Creo que estabas alucinando. Te dije: Parece que esta fórmula te dio sueño, no amor”, según me dijo. Disque que me había desmayado en un pasillo. Ya estaba por mandar al Pelón al carajo cuando, por fin, me aplicó un líquido verde que olía a medicina rancia, y me dijo: “Vamos a ver cómo cambian las cosas”, aseguró. Caminé por los pasillos con desconfianza, pero esa vez sentí un calor raro en el cuerpo. De pronto, mientras trapeaba los pasillos, una secretaria me guiñó el ojo, una doctora me rozó el brazo. Las secretarias, las químicas, ¡todas me veían con ojos de loba hambrienta! Yo no entendía qué pasaba. De repente, una morena de recepción con cara de mala me dice: “Oye, Alfonso, ¿no quieres tomar un atole?”. Yo, que no soy de piedra, acepté sin reparo. Y hasta la señora de los tamales me sonrió como nunca antes.
“¡Órale, Pelón, esto sí pega!” le dije al final del día. Aquél soltó una risa: “¡Te lo dije!, ahora sí vamos por buen camino. Ya sólo unos ajustes más y ¡a conquistar en serio!”
Total que el Pelón Solares me llevó a Acapulco. Que allá iríamos a probar su fórmula, pues sería con mujeres al azar, desconocidas. Nos instalamos en un hotel.
Me dijo: “Órale, ‘ora sí. A conquistar viejas. Ahí me traes unas pa’ mí.
Y que me salgo al área de piscina. Me impregné con esa madre y que comienza a hacer efecto.


Me eché a caminar, como que no quiere la cosa, y en poco rato ya traía cola.

Cuando me di cuenta, tenía un montón de viejas siguiéndome, como perros a taquero de mercado.

Corrí a mi cuarto.

Antes de poder abrir la puerta se me encimaron. Les dije: “Órale, reinas, yo les doy lo que quieren, pero hagan fila, hagan fila. ¡Como en las tortillas! A todas se les va a despachar, pero una por una”.
No podía creer mi suerte. Todas esas mujeres estaban deseosas de recibir mi palo y no sabía por cuál empezar.
“Hagan cola, hagan cola”, les decía para ordenar ese pinche desmadre.

Pero una de plano me paró la cola bien rico.

Le dije: “No mamacita, usted ya no necesita hacer cola, ya la tiene bien desarrollada. Con usted voy a empezar. Véngache”.

Nombre compadres, ¡qué rico palo me eché con esa culona! Le encantaba que la nalgueara cada que la penetraba por detrás. ¡Zas y zas, que le daba en sus nalgotas!
Luego, una tras otra, a todas me las cogí.




¡Qué encamada, compas! No les miento, estuve con morenas; rubias; altas; chaparras; enfermeras;

policías...

—Y hasta putos, ¿no? —interpuso “El Caballo”.
Él y Tun Tun rieron.
—¿Qué pasó compadre? No, no, eso sí no, jajaja —contestó Alfonso, aunque haciéndose el disimulado; como que algo ocultaba.

—Nombre compadre. Sí que te la restiraste esta vez —expresó Alberto Rojas.
—No me creas, pero hasta terminé en un hospital de tanto cogidón. Esas hembras por poco me mandan al panteón. Me exprimieron como trapo viejo.


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