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Silvia: La Trampa Perfecta primera parte

Mi vida en Santa Fe capital argentina era una fortaleza. Abogada penalista exitosa, reconocida en mi campo, madre de Lara. Después de más de catorce años viuda, mi independencia era mi orgullo. Había forjado una imagen de mujer intocable, un cuerpo que el gimnasio había esculpido y una mente que pocas veces fallaba. Pero fui yo misma quien, en mi anhelo más profundo, abrí la puerta al depredador.
Marcelo llegó como la promesa que nunca creí merecer. Atractivo, magnético, me envolvió en una atención que derretía mis defensas. Me sentí deseada de una manera que había olvidado, una "gata" que volvía a sentir el calor del sol. Me enamoré. Qué ironía. Me enamoré de la fachada, de la ilusión de un hombre que llenaba mi soledad. Y en esa entrega, en mi vulnerable ceguera, le confié lo que nunca debí haber dicho: el único error, el único desliz en mi impecable carrera, un secreto profesional que, de salir a la luz, me destruiría. Él escuchó, asintió, y guardó esa información como un tesoro macabro.
El giro fue brutal. Un día, después de una discusión sin importancia, Marcelo cambió. Su voz se volvió fría, sus ojos, extraños. "Silvia, ¿realmente quieres que ese pequeño 'error' salga a la luz? Justo cuando tu carrera está en su mejor momento". El aire se me fue. Era mi secreto. Mi pulso se aceleró, el miedo me paralizó. Él sonrió, una mueca vacía. "Mi discreción tiene un precio, mi amor. Y tú estás en deuda conmigo".
Así comenzó el chantaje. No pedía dinero de inmediato, pedía obediencia. Mi cuerpo, mi voluntad. Cada negación era recibida con una alusión sutil a mi secreto, o a Lara. "Pobre Lara, sería una pena que el nombre de su madre se arrastrara por el lodo". Me convertí en su "puta", su "gata" personal, obligada a actos que me repugnaban, todo para mantener esa fachada de normalidad ante el mundo y, sobre todo, ante mi hija. La vergüenza me carcomía, pero el miedo a perderlo todo era un veneno más potente.
La Venganza de Fernando: Un Nuevo Nivel de Infierno
Pero el infierno tenía un piso más profundo. Un día, Marcelo me anunció, con esa misma frialdad que me congelaba la sangre, que había "arreglado" algo para mí. "Mi hermano quiere conocerte, Silvia. Estás en deuda con él también". Fue como si me golpearan en el estómago. ¿Su hermano? ¿Qué tenía que ver él en esto? Fue entonces cuando apareció Fernando. Y con él, un terror diferente, una revelación que me heló el alma.
Fernando era una versión amplificada de la oscuridad de Marcelo, con ojos más duros y una sonrisa aún más depredadora. Me miró de arriba abajo, como quien examina una pieza de ganado. "Así que tú eres Silvia. La famosa abogada. La que metió a mi gente en la cárcel". Su voz era un gruñido.
Ahí lo entendí. No era solo chantaje por mi secreto; era venganza. Yo, Silvia, la abogada penalista, había enviado a prisión a un hombre cercano a Fernando, quizás a uno de sus cómplices, o incluso a un familiar. Un caso en el que yo había defendido la justicia con todo mi rigor, sin saber que al hacerlo, estaba sellando mi propia condena. Marcelo no era mi amante, ni mi chantajista por oportunidad; era parte de un plan orquestado, el cebo perfecto para atraparme. Yo había encarcelado a alguien que Fernando consideraba inocente, o que necesitaba libre para sus negocios sucios, y ahora, yo era la que pagaría.
La revelación fue brutal: me habían seducido, manipulado y atrapado en una red de venganza que yo misma había provocado sin saberlo. El secreto que Marcelo usaba era solo el anzuelo para llevarme a la trampa de Fernando y sus secuaces.
Fernando, para mi horror, no solo tenía la misma mirada fría que Marcelo, sino que su cuerpo era una mole imponente y, en un momento de cruda exhibición, descubrí que poseía un pene igual de grande que el de Marcelo, una herramienta que usaría con la misma brutalidad, si no más.
La Educación de la Perra Obediente
El chantaje de Fernando fue más directo, más cruel. Mis fotos circulaban en foros de Santa Fe, bajo su supervisión, con comentarios asquerosos que yo era obligada a responder. Pero eso fue solo el calentamiento.
"Tus habilidades legales no te servirán aquí, abogada", me dijo Fernando una noche, mientras sus dos secuaces me rodeaban, sus presencias intimidantes, pero sus miradas, extrañamente, casi tan controladas como la de él. "Aquí aprenderás a obedecer. Como una perra". Y así empezó mi "educación".
No hubo ruegos, solo órdenes. Los secuaces de Fernando no eran sutiles. Me obligaban a posiciones, a actos. No era placer para ellos, sino demostración de poder. Me "educaban" con la dureza de quien adiestra a un animal. Mis muslos se abrían por imposición, mi boca respondía a órdenes. Cada grito ahogado era recibido con un "silencio, perra". La vergüenza era constante. Tenía que fingir un goce que no existía, responder a sus perversiones, aceptar mi rol de objeto. Me obligaban a mirarme al espejo mientras me usaban, para que no olvidara lo que era: una "puta" bajo su control.
El fin de semana más infernal de mi vida llegó cuando Fernando me "entregó" a cuatro desconocidos. Él y sus secuaces me observaban, me filmaban. Mi cuerpo, antes un templo de mi fuerza, se convirtió en un lienzo de humillación, un objeto de intercambio. Me usaron sin piedad, sin descanso. Cada penetración era una nueva capa de mi alma muriendo. Mi mente intentaba escapar, irse lejos, pero el miedo a las grabaciones, el miedo a Lara, me mantenía anclada a esa pesadilla.
Fernando y Marcelo, hermanos en la carne y en la depravación, habían completado su venganza. Yo, la abogada que los había desafiado, era ahora su "perra obediente", mi vida, mis decisiones, mi cuerpo, completamente bajo su control. Y lo peor de todo, sabía que esto solo era el comienzo.

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