Soy una mujer en mis cuarenta, pero déjame llevarte de vuelta a esos días en la universidad, cuando mi cuerpo ya era una maldita obra de arte. A los 20 años, tenía un culazo que no pasaba desapercibido. Mis nalgotas eran carnosas, redondas, firmes, de esas que parecen desafiar la gravedad. Cada paso que daba era como un espectáculo, y lo sabía. Pero lo que más recuerdo, lo que todavía me hace estremecer cuando lo pienso, son esos partidos de voleibol de sala. Dios, cómo me ponía jugar sabiendo que todas las miradas estaban puestas en mí.
Cuando me ponía esos shorts de licra, era como si la tela se rindiera ante mi culo. Eran pequeños, apretados, de un negro brillante que se pegaba a mi piel como una segunda capa. Mis nalgas se desbordaban, como si quisieran escapar de la licra. La costura del centro se hundía justo entre mis cachetes, marcándolos de una forma tan obscena que casi parecía ilegal. Cada vez que me agachaba para recoger el balón o saltaba para un remate, sentía cómo la tela se estiraba al máximo, apenas conteniendo la carne de mis nalgas. Era como si esos shorts gritaran: "¡Miren este culazo!" Y créeme, todos lo hacían.
El top no se quedaba atrás. Tenía unas tetas grandes, llenas, de esas que no puedes ignorar. El top deportivo, también de licra, las apretaba tanto que parecía que iban a reventar la tela. Mis pezones, duros por el roce constante y la adrenalina del juego, se marcaban sin piedad. A veces, cuando el aire acondicionado del gimnasio estaba a tope, sentía cómo se ponían aún más firmes, y juro que podía ver a los chicos en las gradas ajustándose los pantalones, tratando de disimular. Mis tetas rebotaban con cada salto, cada movimiento, y la licra se adhería al sudor de mi piel, dejando poco a la imaginación. Era como si mi cuerpo entero estuviera gritando: "¡Aquí estoy, vengan por mí!"
Y las miradas... ay, las miradas. Al principio, fingía que no me daba cuenta. Me hacía la inocente, como si estuviera concentrada en el juego, pero la verdad es que me encantaba. Sentía un cosquilleo en la piel cada vez que veía a un grupo de chicos en las gradas, sus ojos pegados a mi culo mientras corría de un lado a otro de la cancha. Era como si sus miradas me tocaran, como si cada par de ojos fuera una caricia caliente recorriendo mis nalgas, mis muslos, mis tetas. Me ponía húmeda, lo admito. Había momentos en los que, al agacharme para un saque, sentía cómo mis shorts se metían aún más entre mis cachetes, y sabía que todos estaban viendo el contorno perfecto de mi culazo. Me excitaba imaginar lo que pensaban, lo que querían hacerme. Era un juego sucio, y yo era la reina.
Mis amigas no me dejaban en paz con eso. "¡Mira cómo los traes, culona!" me decían en el vestidor, riéndose mientras me daban una nalgada juguetona. "Ese culo tuyo es un arma letal, cabrona. ¡Los tienes babeando!" Y yo me reía, haciéndome la desentendida, pero por dentro me encendía. Me gustaba saber que mi cuerpo los volvía locos. Había una parte de mí, esa parte traviesa y cachonda, que se imaginaba qué pasaría si dejaba que uno de esos chicos de las gradas se acercara. ¿Qué harían con mis nalgas si tuvieran la oportunidad? ¿Cómo se sentirían sus manos apretándolas, separándolas, mientras yo me mordía el labio y les pedía más?
En la cancha, el calor del juego se mezclaba con el calor que sentía entre las piernas. El sudor resbalaba por mi espalda, entre mis tetas, y se acumulaba en la cintura de mis shorts, haciendo que la licra se pegara aún más a mi piel. Cada vez que saltaba, sentía mis nalgas rebotar, mis tetas temblar, y el roce de la tela contra mi cuerpo me hacía querer gemir. Pero me contenía, claro. Tenía que mantener la compostura, aunque por dentro estaba ardiendo. Había veces que, después de un partido, me iba al vestidor y me tocaba mirarme al espejo, todavía con los shorts puestos, viendo cómo mi culazo se veía aún más imponente con el brillo del sudor. Me encantaba esa sensación de poder, de saber que mi cuerpo era una tentación andante.
Una vez, después de un partido particularmente intenso, uno de los chicos de las gradas se acercó mientras guardaba mis cosas. "Gran juego", me dijo, pero sus ojos no estaban en mi cara. Estaban recorriendo mi cuerpo, deteniéndose en mis tetas, en la curva de mis caderas, en el borde de mis shorts que apenas cubría mis nalgas. Sentí un escalofrío, una corriente eléctrica que me recorrió desde el cuello hasta el coño. Le sonreí, coqueta, y le dije algo estúpido como "gracias", pero por dentro quería arrastrarlo al vestidor y dejar que sus manos exploraran cada centímetro de mi cuerpo. No lo hice, claro, pero la fantasía me acompañó por días.
Esos partidos de voleibol eran mi escenario, mi momento para brillar. Mi culazo y mis tetas eran las estrellas del show, y yo lo sabía. Me movía con una mezcla de inocencia fingida y provocación descarada, dejando que las miradas me devoraran. Y aunque nunca lo admití en voz alta, me encantaba cada segundo de esa atención, cada mirada hambrienta, cada susurro entre los chicos que creían que no los escuchaba. Mi cuerpo era un imán, y yo disfrutaba cada puto momento de tenerlos a mis pies.
En la universidad, los entrenamientos de voleibol eran mi territorio, mi reino. Cada mañana, cuando llegaba al gimnasio, sentía esa mezcla de adrenalina y deseo que me recorría el cuerpo. Mi culazo, esas nalgotas carnosas y firmes que parecían hechas para provocar, se robaba el show. Los shorts de licra que usaba en los entrenamientos eran incluso más pequeños que los de los partidos, si eso era posible. La tela negra o azul oscuro se adhería a mi piel como si fuera pintura, abrazando cada curva de mis nalgas hasta el punto de que la costura del centro se hundía obscenamente entre mis cachetes. Cada vez que me movía, sentía cómo la licra se tensaba, como si estuviera a punto de rasgarse, dejando mis nalgas prácticamente expuestas. Me encantaba esa sensación: el roce constante de la tela contra mi piel, el sudor que empezaba a acumularse en mi cintura y resbalaba hacia abajo, haciendo que los shorts se pegaran aún más a mi culo.
Mi top deportivo era igual de escandaloso. Mis tetas, grandes, redondas y pesadas, parecían querer liberarse de la licra con cada salto, cada estiramientos. La tela las apretaba tanto que mis pezones, siempre sensibles, se marcaban sin piedad. A veces, cuando el aire estaba frío o cuando el esfuerzo del entrenamiento me ponía la piel de gallina, sentía cómo se endurecían, y el roce de la licra me hacía morderme el labio para no dejar escapar un gemido. Me miraba en los espejos del gimnasio mientras hacíamos calentamientos, y juro que mi cuerpo era puro pecado: el contorno de mis tetas, la curva de mi cintura, y ese culazo que parecía gritarle al mundo que lo miraran.
Y luego estaba el profesor. El entrenador, un hombre en sus treintas, con ese aire de autoridad que me ponía los nervios de punta. No era guapo de portada de revista, pero tenía algo: una voz grave, unos ojos que parecían desnudarte con cada mirada, y una forma de hablar que siempre estaba al borde de lo inapropiado. Nunca cruzaba la línea, pero, mierda, cómo jugaba con ella. Siempre encontraba una excusa para acercarse a mí durante los entrenamientos, para corregir mi postura o darme "consejos" que sonaban más a insinuaciones.
"Levanta más ese culo, que tienes fuerza de sobra ahí atrás," me decía con una media sonrisa, mientras yo estaba en posición de saque, con las piernas separadas y las nalgas bien marcadas por los shorts. Yo me hacía la desentendida, le lanzaba una sonrisa coqueta y decía algo como, "¡Claro, profe, todo por el equipo!" Pero por dentro, mi cuerpo estaba en llamas. Sentía sus ojos clavados en mi culo mientras me agachaba, y juro que podía sentir el calor de su mirada recorriendo cada centímetro de mis nalgas. Era como si sus palabras me tocaran, como si cada comentario en doble sentido fuera una caricia lenta y deliberada.
Una vez, durante un ejercicio de movilidad, me pidió que me pusiera en cuclillas para "trabajar la fuerza de las piernas". "Baja más, que ese trasero tuyo puede con todo," dijo, con esa voz profunda que me hacía apretar los muslos. Yo obedecí, bajando despacio, sintiendo cómo los shorts se metían aún más entre mis cachetes, cómo la tela se estiraba hasta el límite. Sabía que él estaba justo detrás de mí, observando, y la idea me ponía tan cachonda que sentía un calor húmedo creciendo entre mis piernas. Me erguí lentamente, asegurándome de arquear la espalda un poco más de lo necesario, dejando que mi culazo se luciera en todo su esplendor. "Así está mejor, ¿no, profe?" le dije, girando la cabeza con una sonrisa traviesa. Él solo asintió, con los ojos brillando de una forma que me hizo querer provocarlo aún más.
No era solo lo que decía, era cómo lo decía. Sus comentarios siempre tenían ese tono juguetón, esa chispa que me hacía preguntarme hasta dónde podría llegar si lo dejaba. "Tienes que mover esas caderas con más ritmo," me decía durante los ejercicios de desplazamiento, y yo exageraba cada movimiento, dejando que mi culo se balanceara de lado a lado, sabiendo que él no podía quitarme los ojos de encima. Me encantaba ese juego. Me encantaba saber que lo tenía al borde, que mis nalgotas lo hacían tragar saliva, que mis tetas rebotando en el top lo ponían en un aprieto.
Y las sensaciones... Dios, las sensaciones. Cada vez que sentía sus ojos o los de los chicos en las gradas, era como si mi cuerpo entero se encendiera. Mi piel se volvía hipersensible, el roce de la licra contra mis pezones me hacía querer cerrar los ojos y dejarme llevar. El sudor que resbalaba por mi espalda, entre mis tetas, y se acumulaba en la cintura de mis shorts me volvía loca. Había momentos en los que, al final del entrenamiento, iba al vestidor y me tocaba quedarme un momento a solas, respirando profundo, intentando calmar el fuego que sentía entre las piernas. Me miraba en el espejo, con los shorts empapados de sudor, el top marcando cada curva de mis tetas, y me imaginaba qué pasaría si dejaba que el profe, o alguno de esos chicos que me comían con la mirada, se acercara más.
Una vez, después de un entrenamiento particularmente intenso, el profe me llamó para "hablar de mi técnica". Estábamos solos en el gimnasio, las demás ya se habían ido al vestidor. Yo estaba todavía sudada, con el pelo pegado al cuello, los shorts tan apretados que sentía la tela rozando mi coño con cada paso. "Tienes un potencial increíble," me dijo, acercándose más de lo necesario, su voz baja y cargada de intención. "Pero tienes que aprender a usar todo ese... poder que tienes." Sus ojos bajaron por un segundo a mis tetas, luego a mis caderas, y juro que sentí un escalofrío que me recorrió desde el cuello hasta el culo. Le sonreí, juguetona, y me acerqué un paso, dejando que mis nalgas se movieran un poco más de lo necesario. "¿Y cómo hago eso, profe?" le pregunté, con un tono que era puro coqueteo. Él carraspeó, se ajustó la gorra, y murmuró algo sobre "practicar más". Pero yo sabía que estaba pensando en otra cosa, y la verdad es que yo también.
Esos entrenamientos eran mi droga. La forma en que mi cuerpo se sentía bajo la licra, el roce constante, el sudor, las miradas, los comentarios del profe... todo se mezclaba en una tormenta de deseo que me dejaba temblando. Me encantaba saber que mi culazo y mis tetas eran una maldita tentación, que cada movimiento mío era una provocación. Y aunque nunca cruzaba la línea, vivía para esos momentos en los que sentía que el control era mío, que podía hacer que cualquiera en ese gimnasio se pusiera de rodillas con solo arquear la espalda o dejar que mis nalgas rebotaran un poco más.
El profesor, ese cabrón, sabía exactamente cómo jugar conmigo. Era un tipo en sus treintas, con una voz que te hacía estremecer y unos ojos que te desnudaban sin esfuerzo. Nunca se propasaba, pero, mierda, cómo caminaba por la cuerda floja. Durante los entrenamientos, siempre encontraba una excusa para acercarse a mí, especialmente en los ejercicios de estiramientos. "Vamos a trabajar esas caderas, que tú tienes mucho para dar," me decía, con esa sonrisa torcida que me hacía querer morderlo. Yo me hacía la inocente, le lanzaba una mirada coqueta y decía, "¡Claro, profe, lo que usted diga!" Pero por dentro, mi cuerpo estaba en llamas. Sentía su mirada clavada en mi culo mientras me estiraba, y juro que podía imaginar sus manos apretando mis nalgas, separándolas, explorando cada centímetro.
Los estiramientos eran lo peor... o lo mejor, dependiendo de cómo lo vieras. Había un ejercicio en el que tenía que ponerme en cuatro patas, con el culo en el aire, para "estirar la espalda baja". Joder, eso era puro porno. Me ponía en posición, con las rodillas separadas, arqueando la espalda hasta que mis nalgotas se alzaban como una ofrenda. Los shorts se metían tanto entre mis cachetes que sentía la tela rozando mi coño, húmedo por el esfuerzo y por la pura excitación de saber que el profe estaba justo detrás de mí. "Más abajo, mete ese culo más al aire," me decía, y su voz tenía un tono que me hacía temblar. Yo obedecía, bajando más, sintiendo cómo mis nalgas se abrían un poco, cómo la licra se tensaba hasta el punto de casi romperse. Sabía que él estaba mirando, que no podía apartar los ojos de mi culazo, y eso me ponía tan mojada que tenía que concentrarme para no gemir.
Otro ejercicio que me mataba era el de abrir las piernas para estirar los aductores. Me sentaba en el suelo, con las piernas abiertas en V, y el profe se ponía frente a mí, "ayudándome" a empujar. "Abre más, que tú puedes," decía, con esa voz grave que me llegaba directo al clítoris. Yo me inclinaba hacia adelante, dejando que mis tetas se apretaran contra el top, marcando los pezones como si fueran balas. Los shorts se subían tanto que sentía el aire rozando mi coño, y el sudor hacía que la tela se pegara aún más, delineando cada pliegue. Él se agachaba frente a mí, supuestamente para corregir mi postura, pero sus ojos se paseaban por mis muslos, mi entrepierna, mi culo. Una vez, mientras me ayudaba a estirar, su mano rozó el interior de mi muslo, apenas un segundo, pero fue suficiente para que un escalofrío me recorriera entera. "Buen trabajo," murmuró, y yo le sonreí, mordiéndome el labio, sabiendo que los dos estábamos jugando con fuego.
Mis amigas, esas cabronas, no ayudaban en nada. En el vestidor, después de los entrenamientos, se la pasaban tirándome mierda por mi culo. "¡Pinche culona, vas a romper los shorts un día de estos!" decía Carla, riéndose mientras me daba una nalgada que resonaba en el cuarto. "Mira cómo te mira el profe, culera, te lo vas a echar si sigues moviendo esas nalgotas así," bromeaba Sofía, mientras se cambiaba y me lanzaba una mirada cómplice. Yo me reía, haciéndome la desentendida, pero la verdad es que sus comentarios me ponían aún más cachonda. Me encantaba que notaran el poder de mi cuerpo, que vieran cómo mi culazo y mis tetas traían a todos de cabeza. A veces, en el vestidor, me miraba en el espejo mientras me quitaba el top, dejando que mis tetas rebotaran libres, y me imaginaba al profe o a alguno de los chicos de las gradas viéndome, con las manos ansiosas por tocarme.
Una vez, durante un entrenamiento, el profe me pidió que me quedara después para "repasar unos movimientos". El gimnasio estaba casi vacío, solo se oía el eco de nuestras pisadas y mi respiración agitada. Estaba sudada, con los shorts tan pegados que sentía la tela rozando mi clítoris con cada paso. Él se acercó, demasiado cerca, y me dijo, "Tienes que aprender a controlar ese cuerpo, porque está... distraído a todos." Su voz era baja, casi un susurro, y sus ojos se clavaron en mis tetas, en la curva de mis nalgas. Yo me acerqué un paso, dejando que mi culazo rozara apenas su cadera mientras pasaba a su lado para tomar mi botella de agua. "No sé de qué habla, profe," dije, con una sonrisa que era pura provocación. Sentí su mirada quemándome la espalda mientras me agachaba, dejando que mis nalgas se alzaran, la licra marcando cada detalle. No pasó nada, pero la tensión era tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Me fui al vestidor temblando, con el coño tan mojado que tuve que sentarme un momento en la banca, respirando profundo, imaginando qué habría pasado si lo hubiera empujado contra la pared y le hubiera dejado hacer lo que sus ojos prometían.
Esos entrenamientos eran mi adicción. Cada estiramiento, cada comentario del profe, cada burla de mis amigas, alimentaba el fuego que llevaba dentro. Mi cuerpo era un arma, y yo sabía usarla. Mis nalgotas, mis tetas, el sudor, la licra... todo era parte de un juego que me hacía sentir poderosa, deseada, intocable. Pero, mierda, cómo me gustaba imaginar que alguien, tal vez el profe, cruzara esa línea y me diera lo que mi cuerpo pedía a gritos....
Cuando me ponía esos shorts de licra, era como si la tela se rindiera ante mi culo. Eran pequeños, apretados, de un negro brillante que se pegaba a mi piel como una segunda capa. Mis nalgas se desbordaban, como si quisieran escapar de la licra. La costura del centro se hundía justo entre mis cachetes, marcándolos de una forma tan obscena que casi parecía ilegal. Cada vez que me agachaba para recoger el balón o saltaba para un remate, sentía cómo la tela se estiraba al máximo, apenas conteniendo la carne de mis nalgas. Era como si esos shorts gritaran: "¡Miren este culazo!" Y créeme, todos lo hacían.
El top no se quedaba atrás. Tenía unas tetas grandes, llenas, de esas que no puedes ignorar. El top deportivo, también de licra, las apretaba tanto que parecía que iban a reventar la tela. Mis pezones, duros por el roce constante y la adrenalina del juego, se marcaban sin piedad. A veces, cuando el aire acondicionado del gimnasio estaba a tope, sentía cómo se ponían aún más firmes, y juro que podía ver a los chicos en las gradas ajustándose los pantalones, tratando de disimular. Mis tetas rebotaban con cada salto, cada movimiento, y la licra se adhería al sudor de mi piel, dejando poco a la imaginación. Era como si mi cuerpo entero estuviera gritando: "¡Aquí estoy, vengan por mí!"
Y las miradas... ay, las miradas. Al principio, fingía que no me daba cuenta. Me hacía la inocente, como si estuviera concentrada en el juego, pero la verdad es que me encantaba. Sentía un cosquilleo en la piel cada vez que veía a un grupo de chicos en las gradas, sus ojos pegados a mi culo mientras corría de un lado a otro de la cancha. Era como si sus miradas me tocaran, como si cada par de ojos fuera una caricia caliente recorriendo mis nalgas, mis muslos, mis tetas. Me ponía húmeda, lo admito. Había momentos en los que, al agacharme para un saque, sentía cómo mis shorts se metían aún más entre mis cachetes, y sabía que todos estaban viendo el contorno perfecto de mi culazo. Me excitaba imaginar lo que pensaban, lo que querían hacerme. Era un juego sucio, y yo era la reina.
Mis amigas no me dejaban en paz con eso. "¡Mira cómo los traes, culona!" me decían en el vestidor, riéndose mientras me daban una nalgada juguetona. "Ese culo tuyo es un arma letal, cabrona. ¡Los tienes babeando!" Y yo me reía, haciéndome la desentendida, pero por dentro me encendía. Me gustaba saber que mi cuerpo los volvía locos. Había una parte de mí, esa parte traviesa y cachonda, que se imaginaba qué pasaría si dejaba que uno de esos chicos de las gradas se acercara. ¿Qué harían con mis nalgas si tuvieran la oportunidad? ¿Cómo se sentirían sus manos apretándolas, separándolas, mientras yo me mordía el labio y les pedía más?
En la cancha, el calor del juego se mezclaba con el calor que sentía entre las piernas. El sudor resbalaba por mi espalda, entre mis tetas, y se acumulaba en la cintura de mis shorts, haciendo que la licra se pegara aún más a mi piel. Cada vez que saltaba, sentía mis nalgas rebotar, mis tetas temblar, y el roce de la tela contra mi cuerpo me hacía querer gemir. Pero me contenía, claro. Tenía que mantener la compostura, aunque por dentro estaba ardiendo. Había veces que, después de un partido, me iba al vestidor y me tocaba mirarme al espejo, todavía con los shorts puestos, viendo cómo mi culazo se veía aún más imponente con el brillo del sudor. Me encantaba esa sensación de poder, de saber que mi cuerpo era una tentación andante.
Una vez, después de un partido particularmente intenso, uno de los chicos de las gradas se acercó mientras guardaba mis cosas. "Gran juego", me dijo, pero sus ojos no estaban en mi cara. Estaban recorriendo mi cuerpo, deteniéndose en mis tetas, en la curva de mis caderas, en el borde de mis shorts que apenas cubría mis nalgas. Sentí un escalofrío, una corriente eléctrica que me recorrió desde el cuello hasta el coño. Le sonreí, coqueta, y le dije algo estúpido como "gracias", pero por dentro quería arrastrarlo al vestidor y dejar que sus manos exploraran cada centímetro de mi cuerpo. No lo hice, claro, pero la fantasía me acompañó por días.
Esos partidos de voleibol eran mi escenario, mi momento para brillar. Mi culazo y mis tetas eran las estrellas del show, y yo lo sabía. Me movía con una mezcla de inocencia fingida y provocación descarada, dejando que las miradas me devoraran. Y aunque nunca lo admití en voz alta, me encantaba cada segundo de esa atención, cada mirada hambrienta, cada susurro entre los chicos que creían que no los escuchaba. Mi cuerpo era un imán, y yo disfrutaba cada puto momento de tenerlos a mis pies.
En la universidad, los entrenamientos de voleibol eran mi territorio, mi reino. Cada mañana, cuando llegaba al gimnasio, sentía esa mezcla de adrenalina y deseo que me recorría el cuerpo. Mi culazo, esas nalgotas carnosas y firmes que parecían hechas para provocar, se robaba el show. Los shorts de licra que usaba en los entrenamientos eran incluso más pequeños que los de los partidos, si eso era posible. La tela negra o azul oscuro se adhería a mi piel como si fuera pintura, abrazando cada curva de mis nalgas hasta el punto de que la costura del centro se hundía obscenamente entre mis cachetes. Cada vez que me movía, sentía cómo la licra se tensaba, como si estuviera a punto de rasgarse, dejando mis nalgas prácticamente expuestas. Me encantaba esa sensación: el roce constante de la tela contra mi piel, el sudor que empezaba a acumularse en mi cintura y resbalaba hacia abajo, haciendo que los shorts se pegaran aún más a mi culo.
Mi top deportivo era igual de escandaloso. Mis tetas, grandes, redondas y pesadas, parecían querer liberarse de la licra con cada salto, cada estiramientos. La tela las apretaba tanto que mis pezones, siempre sensibles, se marcaban sin piedad. A veces, cuando el aire estaba frío o cuando el esfuerzo del entrenamiento me ponía la piel de gallina, sentía cómo se endurecían, y el roce de la licra me hacía morderme el labio para no dejar escapar un gemido. Me miraba en los espejos del gimnasio mientras hacíamos calentamientos, y juro que mi cuerpo era puro pecado: el contorno de mis tetas, la curva de mi cintura, y ese culazo que parecía gritarle al mundo que lo miraran.
Y luego estaba el profesor. El entrenador, un hombre en sus treintas, con ese aire de autoridad que me ponía los nervios de punta. No era guapo de portada de revista, pero tenía algo: una voz grave, unos ojos que parecían desnudarte con cada mirada, y una forma de hablar que siempre estaba al borde de lo inapropiado. Nunca cruzaba la línea, pero, mierda, cómo jugaba con ella. Siempre encontraba una excusa para acercarse a mí durante los entrenamientos, para corregir mi postura o darme "consejos" que sonaban más a insinuaciones.
"Levanta más ese culo, que tienes fuerza de sobra ahí atrás," me decía con una media sonrisa, mientras yo estaba en posición de saque, con las piernas separadas y las nalgas bien marcadas por los shorts. Yo me hacía la desentendida, le lanzaba una sonrisa coqueta y decía algo como, "¡Claro, profe, todo por el equipo!" Pero por dentro, mi cuerpo estaba en llamas. Sentía sus ojos clavados en mi culo mientras me agachaba, y juro que podía sentir el calor de su mirada recorriendo cada centímetro de mis nalgas. Era como si sus palabras me tocaran, como si cada comentario en doble sentido fuera una caricia lenta y deliberada.
Una vez, durante un ejercicio de movilidad, me pidió que me pusiera en cuclillas para "trabajar la fuerza de las piernas". "Baja más, que ese trasero tuyo puede con todo," dijo, con esa voz profunda que me hacía apretar los muslos. Yo obedecí, bajando despacio, sintiendo cómo los shorts se metían aún más entre mis cachetes, cómo la tela se estiraba hasta el límite. Sabía que él estaba justo detrás de mí, observando, y la idea me ponía tan cachonda que sentía un calor húmedo creciendo entre mis piernas. Me erguí lentamente, asegurándome de arquear la espalda un poco más de lo necesario, dejando que mi culazo se luciera en todo su esplendor. "Así está mejor, ¿no, profe?" le dije, girando la cabeza con una sonrisa traviesa. Él solo asintió, con los ojos brillando de una forma que me hizo querer provocarlo aún más.
No era solo lo que decía, era cómo lo decía. Sus comentarios siempre tenían ese tono juguetón, esa chispa que me hacía preguntarme hasta dónde podría llegar si lo dejaba. "Tienes que mover esas caderas con más ritmo," me decía durante los ejercicios de desplazamiento, y yo exageraba cada movimiento, dejando que mi culo se balanceara de lado a lado, sabiendo que él no podía quitarme los ojos de encima. Me encantaba ese juego. Me encantaba saber que lo tenía al borde, que mis nalgotas lo hacían tragar saliva, que mis tetas rebotando en el top lo ponían en un aprieto.
Y las sensaciones... Dios, las sensaciones. Cada vez que sentía sus ojos o los de los chicos en las gradas, era como si mi cuerpo entero se encendiera. Mi piel se volvía hipersensible, el roce de la licra contra mis pezones me hacía querer cerrar los ojos y dejarme llevar. El sudor que resbalaba por mi espalda, entre mis tetas, y se acumulaba en la cintura de mis shorts me volvía loca. Había momentos en los que, al final del entrenamiento, iba al vestidor y me tocaba quedarme un momento a solas, respirando profundo, intentando calmar el fuego que sentía entre las piernas. Me miraba en el espejo, con los shorts empapados de sudor, el top marcando cada curva de mis tetas, y me imaginaba qué pasaría si dejaba que el profe, o alguno de esos chicos que me comían con la mirada, se acercara más.
Una vez, después de un entrenamiento particularmente intenso, el profe me llamó para "hablar de mi técnica". Estábamos solos en el gimnasio, las demás ya se habían ido al vestidor. Yo estaba todavía sudada, con el pelo pegado al cuello, los shorts tan apretados que sentía la tela rozando mi coño con cada paso. "Tienes un potencial increíble," me dijo, acercándose más de lo necesario, su voz baja y cargada de intención. "Pero tienes que aprender a usar todo ese... poder que tienes." Sus ojos bajaron por un segundo a mis tetas, luego a mis caderas, y juro que sentí un escalofrío que me recorrió desde el cuello hasta el culo. Le sonreí, juguetona, y me acerqué un paso, dejando que mis nalgas se movieran un poco más de lo necesario. "¿Y cómo hago eso, profe?" le pregunté, con un tono que era puro coqueteo. Él carraspeó, se ajustó la gorra, y murmuró algo sobre "practicar más". Pero yo sabía que estaba pensando en otra cosa, y la verdad es que yo también.
Esos entrenamientos eran mi droga. La forma en que mi cuerpo se sentía bajo la licra, el roce constante, el sudor, las miradas, los comentarios del profe... todo se mezclaba en una tormenta de deseo que me dejaba temblando. Me encantaba saber que mi culazo y mis tetas eran una maldita tentación, que cada movimiento mío era una provocación. Y aunque nunca cruzaba la línea, vivía para esos momentos en los que sentía que el control era mío, que podía hacer que cualquiera en ese gimnasio se pusiera de rodillas con solo arquear la espalda o dejar que mis nalgas rebotaran un poco más.
El profesor, ese cabrón, sabía exactamente cómo jugar conmigo. Era un tipo en sus treintas, con una voz que te hacía estremecer y unos ojos que te desnudaban sin esfuerzo. Nunca se propasaba, pero, mierda, cómo caminaba por la cuerda floja. Durante los entrenamientos, siempre encontraba una excusa para acercarse a mí, especialmente en los ejercicios de estiramientos. "Vamos a trabajar esas caderas, que tú tienes mucho para dar," me decía, con esa sonrisa torcida que me hacía querer morderlo. Yo me hacía la inocente, le lanzaba una mirada coqueta y decía, "¡Claro, profe, lo que usted diga!" Pero por dentro, mi cuerpo estaba en llamas. Sentía su mirada clavada en mi culo mientras me estiraba, y juro que podía imaginar sus manos apretando mis nalgas, separándolas, explorando cada centímetro.
Los estiramientos eran lo peor... o lo mejor, dependiendo de cómo lo vieras. Había un ejercicio en el que tenía que ponerme en cuatro patas, con el culo en el aire, para "estirar la espalda baja". Joder, eso era puro porno. Me ponía en posición, con las rodillas separadas, arqueando la espalda hasta que mis nalgotas se alzaban como una ofrenda. Los shorts se metían tanto entre mis cachetes que sentía la tela rozando mi coño, húmedo por el esfuerzo y por la pura excitación de saber que el profe estaba justo detrás de mí. "Más abajo, mete ese culo más al aire," me decía, y su voz tenía un tono que me hacía temblar. Yo obedecía, bajando más, sintiendo cómo mis nalgas se abrían un poco, cómo la licra se tensaba hasta el punto de casi romperse. Sabía que él estaba mirando, que no podía apartar los ojos de mi culazo, y eso me ponía tan mojada que tenía que concentrarme para no gemir.
Otro ejercicio que me mataba era el de abrir las piernas para estirar los aductores. Me sentaba en el suelo, con las piernas abiertas en V, y el profe se ponía frente a mí, "ayudándome" a empujar. "Abre más, que tú puedes," decía, con esa voz grave que me llegaba directo al clítoris. Yo me inclinaba hacia adelante, dejando que mis tetas se apretaran contra el top, marcando los pezones como si fueran balas. Los shorts se subían tanto que sentía el aire rozando mi coño, y el sudor hacía que la tela se pegara aún más, delineando cada pliegue. Él se agachaba frente a mí, supuestamente para corregir mi postura, pero sus ojos se paseaban por mis muslos, mi entrepierna, mi culo. Una vez, mientras me ayudaba a estirar, su mano rozó el interior de mi muslo, apenas un segundo, pero fue suficiente para que un escalofrío me recorriera entera. "Buen trabajo," murmuró, y yo le sonreí, mordiéndome el labio, sabiendo que los dos estábamos jugando con fuego.
Mis amigas, esas cabronas, no ayudaban en nada. En el vestidor, después de los entrenamientos, se la pasaban tirándome mierda por mi culo. "¡Pinche culona, vas a romper los shorts un día de estos!" decía Carla, riéndose mientras me daba una nalgada que resonaba en el cuarto. "Mira cómo te mira el profe, culera, te lo vas a echar si sigues moviendo esas nalgotas así," bromeaba Sofía, mientras se cambiaba y me lanzaba una mirada cómplice. Yo me reía, haciéndome la desentendida, pero la verdad es que sus comentarios me ponían aún más cachonda. Me encantaba que notaran el poder de mi cuerpo, que vieran cómo mi culazo y mis tetas traían a todos de cabeza. A veces, en el vestidor, me miraba en el espejo mientras me quitaba el top, dejando que mis tetas rebotaran libres, y me imaginaba al profe o a alguno de los chicos de las gradas viéndome, con las manos ansiosas por tocarme.
Una vez, durante un entrenamiento, el profe me pidió que me quedara después para "repasar unos movimientos". El gimnasio estaba casi vacío, solo se oía el eco de nuestras pisadas y mi respiración agitada. Estaba sudada, con los shorts tan pegados que sentía la tela rozando mi clítoris con cada paso. Él se acercó, demasiado cerca, y me dijo, "Tienes que aprender a controlar ese cuerpo, porque está... distraído a todos." Su voz era baja, casi un susurro, y sus ojos se clavaron en mis tetas, en la curva de mis nalgas. Yo me acerqué un paso, dejando que mi culazo rozara apenas su cadera mientras pasaba a su lado para tomar mi botella de agua. "No sé de qué habla, profe," dije, con una sonrisa que era pura provocación. Sentí su mirada quemándome la espalda mientras me agachaba, dejando que mis nalgas se alzaran, la licra marcando cada detalle. No pasó nada, pero la tensión era tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Me fui al vestidor temblando, con el coño tan mojado que tuve que sentarme un momento en la banca, respirando profundo, imaginando qué habría pasado si lo hubiera empujado contra la pared y le hubiera dejado hacer lo que sus ojos prometían.
Esos entrenamientos eran mi adicción. Cada estiramiento, cada comentario del profe, cada burla de mis amigas, alimentaba el fuego que llevaba dentro. Mi cuerpo era un arma, y yo sabía usarla. Mis nalgotas, mis tetas, el sudor, la licra... todo era parte de un juego que me hacía sentir poderosa, deseada, intocable. Pero, mierda, cómo me gustaba imaginar que alguien, tal vez el profe, cruzara esa línea y me diera lo que mi cuerpo pedía a gritos....
3 comentarios - Ana 1