
Desde que firmaron los papeles del divorcio, la casa se convirtió en un territorio minado. La propiedad estaba congelada en medio de trámites legales eternos y ninguno podía marcharse hasta que el proceso terminara. Vivían en extremos opuestos del hogar, como dos polos que alguna vez se atrajeron con violencia y ahora se repelían con resentimiento, silencio y una extraña forma de complicidad.
Víctor, de 38 años, cabello oscuro y siempre despeinado, con una barba de varios días que le daba un aire despreocupado, se quedó con el cuarto del fondo, el que daba al jardín seco. Siempre fue un hombre taciturno, con una mirada profunda y melancólica, que en sus años juntos había mostrado tanto pasión como distancia. Laura, 34 años, de cabello largo, oscuro y lacio, de ojos grandes y expresivos, siempre fue una mujer de carácter fuerte y sensualidad natural. Ella conservó la recámara principal, luminosa, con paredes blancas y ventanas amplias. No hablaban más que lo estrictamente necesario. No se reclamaban. Cada uno vivía como si el otro no existiera… hasta que llegó la noche del primer gemido.
Una noche cualquiera, Víctor veía televisión sin prestar atención cuando la risa de una mujer —que no era Laura— le llegó desde el pasillo. Luego la voz de un hombre, baja y áspera. Poco después, el sonido inconfundible del colchón de Laura. Y luego… Laura. Gimiendo. No era tímido, ese sonido. Era pleno. Largo. Innegablemente real.
Víctor se quedó quieto, como si moverse pudiera romper la atmósfera y confirmar que no era una alucinación. No fue así. Los jadeos aumentaron. Eran tres. Tres personas riendo, besándose, follando con libertad tras la puerta de la habitación que un día había compartido con ella. No durmió esa noche. Tampoco la siguiente.
Los días se volvieron un tormento dulce. Laura recibía amantes con frecuencia. A veces hombres. A veces mujeres. A veces ambos. Él escuchaba todo desde su cuarto: los gemidos, el lenguaje corporal convertido en sonido, los golpes suaves del cuerpo contra el colchón. Y Laura. Siempre Laura. Con esa voz nueva, profunda, con un timbre que jamás había oído durante sus años juntos.
Una noche bajó a la cocina a medianoche y la encontró en bata de seda negra, tomando vino. La luz de la lámpara hacía brillar su piel clara y los contornos de su cuerpo bajo la tela liviana.
—¿Dormiste bien? —preguntó ella sin mirarlo, la voz cargada de desafío y desdén.
—Te escuché —respondió él con voz áspera.
Ella sonrió, sin vergüenza, una sonrisa que parecía un juego perverso.
—Eso no responde mi pregunta.
Y se fue, dejándolo con la copa medio vacía, con el deseo lleno y la rabia revuelta.
Pasaron tres semanas.
Cada noche, una escena distinta. Una orgía de sonidos, olores, risas. A veces la música lo cubría todo, como una sábana. A veces lo hacían a plena voz, sabiendo que él escuchaba. Laura estaba diferente. Más viva. Más abierta. Más cruel.
Hasta que una noche, la puerta de su habitación quedó entreabierta. Víctor no quiso entrar… pero sus pies lo llevaron hasta allí.
La luz era tenue, de un rojo profundo que parecía líquido. El cuarto estaba envuelto en una neblina de incienso. En la cama, Laura estaba desnuda, tendida como una ofrenda pagana. Su piel brillaba bajo la luz roja, sus muslos húmedos y ligeramente entreabiertos. La curva de sus nalgas se marcaba con una sensualidad salvaje, redondas y firmes, exhibidas con descaro mientras la mujer de cabello rizado se inclinaba para lamer sus senos con ternura. Con dedos ágiles, la mujer recorría las caderas de Laura, deslizando las palmas sobre sus glúteos tersos, apretándolos con deseo y admiración. El hombre de piel canela, fuerte, la devoraba entre las piernas con la cara hundida en su sexo, mientras sus manos no se contenían y se posaban con firmeza sobre esos muslos y nalgas, apretándolos y marcándolos con caricias que despertaban una mezcla de placer y dominio.
Laura gimió, entregada. Víctor no se movió. La miró desde la rendija. Ella abrió los ojos y lo vio. No dijo nada. Solo sonrió.
La otra mujer se subió encima de Laura, colocando su sexo sobre la boca de ésta. Laura la abrazó de inmediato, succionando y lamiendo con deseo brutal. Mientras tanto, el hombre se alzó sobre ella y la penetró de un solo movimiento, haciendo que sus glúteos se flexionaran y temblasen bajo su peso. Víctor pudo apreciar cómo los músculos de Laura se tensaban y se relajaban en un ritmo hipnótico, mientras su piel sudada brillaba con el intenso reflejo rojo.
Víctor sintió cómo algo se partía dentro. La erección era inevitable. El ardor en la garganta, también. Su exesposa, la mujer que una vez había amado con rutina y celos, estaba ahí, convertida en una diosa profanada, y él… solo era un espectador.
Pero entonces Laura habló, con voz ronca, sin dejar de lamer:
—Pasa.
Él dudó.
—Pasa, Víctor. Es tu casa también.
Entró. La mujer de rizos lo recibió con una sonrisa salvaje. Caminó hacia él y comenzó a desvestirlo con lentitud. Cada botón abierto era una rendición. Cuando bajó su pantalón, el miembro erecto de Víctor golpeó el aire tibio. La mujer lo tomó con las dos manos, acariciando con delicadeza y determinación su erección antes de metérselo en la boca.
Víctor cerró los ojos. Jadeó. El calor de esa lengua, la succión, la humillación deliciosa de estar siendo usado. El sabor salado y húmedo, la sensación de control y abandono, lo transportaban a otro tiempo, otro lugar.
Laura gemía, siendo embestida con fuerza. Su cuerpo se sacudía contra las sábanas, y el hombre no dejaba de moverse dentro de ella con intensidad, las caderas de Laura golpeaban contra las suyas con un ritmo animal. Sus nalgas, firmes y redondas, eran la pieza central de ese baile salvaje. Víctor pudo sentir la fuerza con la que el hombre apretaba y mordisqueaba esos glúteos, mientras la otra mujer alternaba entre chupar su pene y besarle los muslos, tan cercanos a esos nalgones que él observaba embelesado.
Víctor se acercó. Laura lo miró, entre jadeos.
—¿Te gusta?
Él asintió, sin poder hablar.
El hombre eyaculó dentro de ella con un gemido grave. Se retiró y salió del cuarto como un visitante satisfecho. La mujer lo siguió poco después, tras besar a Laura en la boca y a Víctor en el cuello. Y quedaron solos.
Laura, aún abierta, con los pliegues de su sexo palpitando. El cuerpo temblando por el orgasmo. Los pechos marcados por dientes. El cuello lleno de mordidas. Los ojos encendidos. Sus glúteos, todavía brillantes y palpitantes, eran un imán irresistible. Víctor se acercó y la tomó de la cintura, sus manos recorriendo y apretando esas nalgas suaves pero firmes, que respondían a cada presión con un estremecimiento de placer.
—Estás duro —dijo ella, mirándolo con una mezcla de desafío y ternura.
Él no respondió. Se arrodilló frente a ella.
Le abrió las piernas y bajó el rostro. La saboreó. Era un sabor complejo: el de ella, el del hombre, el del sudor, la esencia compartida. La lamió con devoción, con hambre.
Laura le sujetó la cabeza. Gritó cuando la lengua tocó su clítoris. Movía las caderas, lo aprisionaba con los muslos. Víctor la besaba, la bebía, la adoraba.
Y entonces, ella lo detuvo.
—Fóllame.
Él obedeció. Se colocó sobre ella, rozando la punta de su sexo contra su entrada. Se deslizó despacio. Laura estaba mojada, caliente, envolvente. Él gimió, hundiéndose hasta el fondo.
Comenzó a moverse lentamente, pero con el deseo creciente en sus caderas, que se encontraban firmemente aferradas a las de ella. Sus manos se posaron inmediatamente sobre esos glúteos redondos, apretándolos y marcándolos con cada embestida, deleitándose en la textura y la firmeza, en la manera en que respondían a sus dedos, temblando de placer y entrega.
El ritmo aumentó, más fuerte, más salvaje. Víctor sentía la conexión visceral, el roce de la piel contra piel, el movimiento de esos muslos y nalgas apretados contra los suyos, el aroma del deseo mezclado con el sudor y la entrega total.
Los dos jadeaban. Ella lo miraba con ojos desafiantes. Él apretaba sus pechos, la besaba, se aferraba a su cintura y, sobre todo, a esos glúteos que sentía estremecerse bajo sus manos.
—¿Así me extrañas? —dijo ella, con burla.
—Sí.
—¿Aunque otros me hayan llenado?
—Sí.
—¿Aunque me veas venir con otros?
—Lo necesito.
Laura lo abrazó de pronto, con una ternura inesperada.
—Entonces quédate.
Se movieron como animales antiguos, hasta que él se corrió dentro de ella, con un gemido ahogado, derramándose por completo. Se dejó caer sobre su pecho. Los dos respiraban como si hubieran corrido kilómetros.
No dijeron nada. Solo se quedaron allí, piel con piel, bajo el mismo techo. Y esa noche, por primera vez desde que firmaron el divorcio, durmieron juntos.
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