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En la playa de Cancún con mí esposa

En la playa de Cancún con mí esposa
Había algo en el sol del Caribe que le quedaba perfecto a Claudia. Su piel canela brillaba con ese calor húmedo, y el bikini que llevaba parecía diseñado solo para encender miradas. Una parte de mí quería que se pusiera uno más discreto… pero la otra parte, más oscura, se alimentaba de las miradas que le echaban los hombres al pasar.

Nos habíamos instalado en una parte menos transitada de la playa, buscando tranquilidad. Pero con Claudia vestida así, la tranquilidad era imposible. Su colaless se perdía por completo entre sus nalgas, dejando todo a la vista. Su espalda, bronceada y brillante, parecía invitar a pecar.

Ella se tendió boca abajo sobre la toalla, como si estuviera posando para una sesión de fotos. Cruzó los brazos bajo la cabeza, acomodó el cuerpo lentamente y dejó el frasco de aceite solar justo a su lado, casi provocativamente.

Yo me acomodé en la reposera, a pocos metros, fingiendo que leía algo en el celular. Pero no podía dejar de mirarla. Mi mujer. Mi esposa. Y sin embargo… tan deseada por otros.

Entonces lo vi llegar.

Un tipo alto, bien formado, de esos que hacen que los demás varones se sientan un poco menos. Piel dorada, sonrisa segura, torso desnudo, un tatuaje tribal que le cruzaba el hombro. Venía caminando por la orilla, lento, como si estuviera cazando. Y cuando pasó al lado de Claudia, frenó. La miró. Y ella… levantó apenas la cabeza.

—¿Querés que te ayude con eso? —dijo, señalando el frasco.

Claudia sonrió, tranquila. Como si lo hubiera estado esperando.

—¿Tenés manos suaves… o manos firmes? —le respondió, con ese tono suyo que mezcla juego y picardía.

—Un poco de ambas —dijo él, agachándose junto a ella.

Yo observaba todo. Inmóvil. Respirando más despacio. Con un nudo en el estómago… y una presión creciente en el pantalón corto.

El tipo se puso aceite en las palmas, y sin dudarlo, comenzó a deslizar sus manos por la espalda de Claudia. Lento. Casi reverente. Como quien toca algo precioso. Sus dedos bajaban con calma, siguiendo la curva de su columna. Luego subían. Luego volvían a bajar, pero esta vez más cerca de los costados, de la cintura, del borde del bikini.

Claudia no se movía. Solo respiraba profundo, los ojos cerrados, como si estuviera en otro mundo.

Las manos del tipo se tomaron su tiempo. Le recorrían la espalda como si estuvieran explorando. Luego bajaron con naturalidad hasta las caderas. Y ahí… se detuvieron unos segundos. Como saboreando el momento.

Yo tragué saliva. El aire me ardía en el pecho.

Él siguió. Le frotó los costados de las caderas, y con una precisión lenta, casi artística, fue delineando las curvas de su cuerpo con las yemas de los dedos. Cuando llegó a las nalgas, no apretó. No manoseó. Solo las rozó. Una caricia suave, pero cargada de intención.

Y Claudia… Claudia levantó apenas la cadera.

Ese pequeño gesto, casi imperceptible, me dijo todo.

Ella estaba disfrutando.

No solo se dejaba tocar. Se entregaba al momento. Al calor. A las manos de un desconocido que se tomaba su tiempo con su cuerpo. Mi esposa. Claudia.

Él le rozó los bordes del colaless. Pasó los dedos por encima del hilo. Rodeó las nalgas, sin invadir, pero sabiendo exactamente qué estaba haciendo.

Era una danza lenta. El juego de un macho seguro y una mujer caliente.

Cuando terminó, se limpió las manos en la toalla. Le dijo algo al oído. Claudia rió. No se levantó. No dijo nada. Solo se quedó ahí, con el cuerpo relajado, como después de un buen revolcón.

El tipo se fue caminando tranquilo. Como si supiera que había dejado su marca.

Claudia volvió a mí unos minutos después. Se sentó en la reposera, aún brillando de aceite. Me miró. Tenía esa sonrisa que me volvía loco.

—¿Todo bien por acá?

—Sí —dije. La voz me salió más ronca de lo normal.

—¿Estuviste mirando?

—Todo.

Ella se acercó, me dio un beso en la mejilla, suave, húmedo.

—Entonces ya sabés que tengo la espalda… y un par de cosas más… bien untadas.

Y me guiñó un ojo.

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