Todas las noches eran iguales. Julian, acostado en su cama, oía los gemidos bajos y los golpes rítmicos que venían de la habitación de sus padres. Solo unos metros lo separaban de ese sonido que lo excitaba tanto: el chasquido húmedo de las nalgas enormes de su madre estrellándose contra la pelvis de su padre, sus quejidos agudos cada vez que él la empujaba más fuerte.
Julian no podía evitarlo. Su mano ya estaba dentro del boxer, agarrando su verga dura, palmeándola contra su abdomen antes de empezar a masturbarse al mismo ritmo que escuchaba. Chof-chof-chof. Su madre gritó, una voz ahogada y temblorosa, y Julian supo que su padre la tenía agarrada de las caderas, clavándola sin piedad.
"¡Ay, Dios! ¡Sí, dámelo todo!" escuchó, y Julian cerró los ojos, imaginando que era él quien estaba allí, encima de ella, sintiendo cómo esas nalgas inmensas rebotaban contra sus muslos.
El sonido se volvió más rápido, más desesperado, hasta que su madre soltó un grito largo, seguido del gruñido ronco de su padre. Julian apretó los dientes, sintiendo el calor subir por su vientre, y con unos pocos tirones más, explotó, disparando chorros de semen contra la pared de su cuarto.
Jadeando, se dejó caer sobre la cama, todavía escuchando los suspiros satisfechos de su madre al otro lado de la pared.
Algún día, pensó Julian, "será mi turno"
Julian llevaba meses viviendo en un éxtasis prohibido. Las noches en las que escuchaba a su madre, Claudia, gemir bajo los embates de su padre, eran su perdición. No solo se masturbaba al oírlos, sino que había comenzado a robar sus tangas sucias del canasto de la ropa, llevándolas a su cama para olerlas, saborearlas, imaginando que hundía su rostro entre sus nalgas y chupaba con devoción su concha jugosa.
Una mañana, todo cambió.
Eduardo, su padre, había salido temprano a trabajar, dejándolos solos en casa. Claudia, como siempre, preparó el desayuno y decidió llevárselo a la cama a su hijo. Pero al abrir la puerta, el espectáculo la dejó paralizada: junto a la almohada de Julian, su tanga negra favorita, y sobre su torso desnudo, rastros secos de semen.
Claudia contuvo un gemido. ¿En serio? ¿Mi propio hijo…? Pero en lugar de asco, una oleada de calor le recorrió el vientre. Sin decir nada, regresó a la cocina, dejando el desayuno sobre la mesa. Se mordió el labio, imaginando la escena: Julian, acariciándose, oliendo su ropa interior, deseándola.
No pudo resistirlo. Se deslizó una mano bajo su pantalón, rozando su clítoris ya hinchado. Dios, qué pervertido… pero qué excitante. Con dedos ágiles, se masturbó frente a la ventana, imaginando la verga de su hijo. Luego, recordó las pastillas de sildenafil de su marido. Con una sonrisa pícara, tomó una y la disolvió en el café de Julian.
—Julián, ya está el desayuno en el comedor —llamó, fingiendo normalidad.
Julian apareció minutos después, adormilado, sin sospechar nada. Bebió el café con avidez mientras Claudia, desde la cocina, lo observaba con ojos llenos de lujuria.
Poco a poco, el efecto de la pastilla se hizo evidente. Julian comenzó a moverse incómodo en la silla, su entrepierna cada vez más tensa. Claudia, astuta, aprovechó el momento.
—Ay, estos azulejos están sucios —murmuró, arrodillándose frente a él.
Bajó deliberadamente su pantalón, dejando al descubierto la delgada tira de su tanga roja, que se hundía entre sus nalgas voluptuosas. Julian tragó saliva, tratando de no mirar, pero era imposible.
—Mmm… me pica el orto —susurró Claudia, metiéndose un dedo entre las nalgas, exagerando un gemido—. Juli, ¿me ayudas a levantarme el pantalón?
Julian, con la verga palpitando, se acercó. Con manos temblorosas, intentó subirle la prenda, pero Claudia lo detuvo.
—No… —le dijo, bajándoselo por completo—. Ráscame el orto con tu lengua. Quiero que me lo chupes como haces con mis tangas.
Julian no lo pensó dos veces. Se abalanzó sobre ella, enterrando su rostro entre sus nalgas, lamiendo su ano con avidez, saboreando su dulzor. Luego descendió a su concha, chupando sus labios gruesos, bebiendo sus jugos.
Claudia, entre gemidos, le alcanzó un lubricante.
—Dámelo todo, hijo —le ordenó, guiando su verga hacia su entrada.
Julian penetró su vagina con un gruñido, sintiendo el calor que alguna vez lo cobijó al nacer. Claudia gritó, arqueándose.
—¡Sí! ¡Así! ¡Qué macho te hiciste!
Los embistes se hicieron más fuertes, hasta que Julian, sin poder contenerse, la volteó y le encajó su verga en el ano.
—¡Ahhh, mi orto! ¡Llénalo, Juli!

Julian la poseyó con furia, sintiendo cómo su recto lo apretaba. Con un rugido, explotó dentro de ella, chorros de semen inundando su interior. Claudia gimió, y al retirarse, un pedo húmedo escapó de su culo, mezclado con su leche.
Exhaustos, cayeron sobre la alfombra, abrazados.
—Esto… esto está bien —susurró Claudia, acariciando su rostro—. Es amor.
Y Julian, por primera vez, estuvo completamente de acuerdo.
Julian no podía evitarlo. Su mano ya estaba dentro del boxer, agarrando su verga dura, palmeándola contra su abdomen antes de empezar a masturbarse al mismo ritmo que escuchaba. Chof-chof-chof. Su madre gritó, una voz ahogada y temblorosa, y Julian supo que su padre la tenía agarrada de las caderas, clavándola sin piedad.
"¡Ay, Dios! ¡Sí, dámelo todo!" escuchó, y Julian cerró los ojos, imaginando que era él quien estaba allí, encima de ella, sintiendo cómo esas nalgas inmensas rebotaban contra sus muslos.
El sonido se volvió más rápido, más desesperado, hasta que su madre soltó un grito largo, seguido del gruñido ronco de su padre. Julian apretó los dientes, sintiendo el calor subir por su vientre, y con unos pocos tirones más, explotó, disparando chorros de semen contra la pared de su cuarto.
Jadeando, se dejó caer sobre la cama, todavía escuchando los suspiros satisfechos de su madre al otro lado de la pared.
Algún día, pensó Julian, "será mi turno"
Julian llevaba meses viviendo en un éxtasis prohibido. Las noches en las que escuchaba a su madre, Claudia, gemir bajo los embates de su padre, eran su perdición. No solo se masturbaba al oírlos, sino que había comenzado a robar sus tangas sucias del canasto de la ropa, llevándolas a su cama para olerlas, saborearlas, imaginando que hundía su rostro entre sus nalgas y chupaba con devoción su concha jugosa.
Una mañana, todo cambió.
Eduardo, su padre, había salido temprano a trabajar, dejándolos solos en casa. Claudia, como siempre, preparó el desayuno y decidió llevárselo a la cama a su hijo. Pero al abrir la puerta, el espectáculo la dejó paralizada: junto a la almohada de Julian, su tanga negra favorita, y sobre su torso desnudo, rastros secos de semen.
Claudia contuvo un gemido. ¿En serio? ¿Mi propio hijo…? Pero en lugar de asco, una oleada de calor le recorrió el vientre. Sin decir nada, regresó a la cocina, dejando el desayuno sobre la mesa. Se mordió el labio, imaginando la escena: Julian, acariciándose, oliendo su ropa interior, deseándola.
No pudo resistirlo. Se deslizó una mano bajo su pantalón, rozando su clítoris ya hinchado. Dios, qué pervertido… pero qué excitante. Con dedos ágiles, se masturbó frente a la ventana, imaginando la verga de su hijo. Luego, recordó las pastillas de sildenafil de su marido. Con una sonrisa pícara, tomó una y la disolvió en el café de Julian.
—Julián, ya está el desayuno en el comedor —llamó, fingiendo normalidad.
Julian apareció minutos después, adormilado, sin sospechar nada. Bebió el café con avidez mientras Claudia, desde la cocina, lo observaba con ojos llenos de lujuria.
Poco a poco, el efecto de la pastilla se hizo evidente. Julian comenzó a moverse incómodo en la silla, su entrepierna cada vez más tensa. Claudia, astuta, aprovechó el momento.
—Ay, estos azulejos están sucios —murmuró, arrodillándose frente a él.
Bajó deliberadamente su pantalón, dejando al descubierto la delgada tira de su tanga roja, que se hundía entre sus nalgas voluptuosas. Julian tragó saliva, tratando de no mirar, pero era imposible.
—Mmm… me pica el orto —susurró Claudia, metiéndose un dedo entre las nalgas, exagerando un gemido—. Juli, ¿me ayudas a levantarme el pantalón?
Julian, con la verga palpitando, se acercó. Con manos temblorosas, intentó subirle la prenda, pero Claudia lo detuvo.
—No… —le dijo, bajándoselo por completo—. Ráscame el orto con tu lengua. Quiero que me lo chupes como haces con mis tangas.
Julian no lo pensó dos veces. Se abalanzó sobre ella, enterrando su rostro entre sus nalgas, lamiendo su ano con avidez, saboreando su dulzor. Luego descendió a su concha, chupando sus labios gruesos, bebiendo sus jugos.
Claudia, entre gemidos, le alcanzó un lubricante.
—Dámelo todo, hijo —le ordenó, guiando su verga hacia su entrada.
Julian penetró su vagina con un gruñido, sintiendo el calor que alguna vez lo cobijó al nacer. Claudia gritó, arqueándose.
—¡Sí! ¡Así! ¡Qué macho te hiciste!
Los embistes se hicieron más fuertes, hasta que Julian, sin poder contenerse, la volteó y le encajó su verga en el ano.
—¡Ahhh, mi orto! ¡Llénalo, Juli!

Julian la poseyó con furia, sintiendo cómo su recto lo apretaba. Con un rugido, explotó dentro de ella, chorros de semen inundando su interior. Claudia gimió, y al retirarse, un pedo húmedo escapó de su culo, mezclado con su leche.
Exhaustos, cayeron sobre la alfombra, abrazados.
—Esto… esto está bien —susurró Claudia, acariciando su rostro—. Es amor.
Y Julian, por primera vez, estuvo completamente de acuerdo.
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