You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

El despertar

El despertar

Las primeras luces del amanecer se filtraron por las cortinas, tiñendo la sala de un gris opaco. Paulina despertó primero, su cuerpo dolorido, la piel pegajosa por los restos de la noche. Parpadeó, confundida, hasta que los recuerdos la golpearon como un torrente. Miró a su alrededor: Miguel, aún en el suelo cerca de la puerta, respirando pesadamente, y Javier, en el sillón, su rostro relajado en el sueño pero marcado por la tensión. El aire estaba cargado con el olor crudo del sexo, el sofá y el suelo manchados de fluidos secos y frescos, evidencia de la noche que los había roto a todos.
Paulina, con una mezcla de agotamiento y una audacia que el alcohol aún no había apagado del todo, se incorporó lentamente, su cuerpo desnudo temblando por el frío y la resaca. Antes de que pudiera moverse más, la puerta principal se abrió con un chirrido. Era Ricardo, el cuñado de Paulina, esposo de su hermana mayor, un hombre de unos cuarenta años, corpulento, con una presencia imponente. Había pasado por la casa para dejar unos documentos que Javier le había pedido, pero al entrar, sus ojos se abrieron de par en par al ver la escena: Paulina, desnuda, con el cuerpo cubierto de rastros pegajosos, Javier en el sillón, y Miguel en el suelo, ambos aún dormidos. El olor inconfundible del sexo saturaba la sala, y los muebles estaban marcados por el caos.
—¿Qué carajos pasó aquí? —masculló Ricardo, su voz baja pero cargada de sorpresa, sus ojos recorriendo el cuerpo de Paulina con una mezcla de incredulidad y algo más oscuro.
Paulina, atrapada por su mirada, no retrocedió. En cambio, una chispa de desafío cruzó sus ojos. Se levantó del sofá, tambaleándose ligeramente, y se acercó a él, su desnudez expuesta sin vergüenza.
—Una noche loca, Ricardo —susurró, su voz ronca, cargada de una provocación que parecía no tener fin—. ¿Quieres saber más?
Ricardo, con una ceja arqueada, dejó los documentos en una mesa cercana, su mirada fija en ella. En ese momento, Javier despertó, sobresaltado por las voces. Al ver a Ricardo, su rostro se endureció, pero no se movió del sillón, su cuerpo tenso, atrapado entre la culpa y la resignación. Miguel, aún en el suelo, comenzó a moverse, sus ojos abriéndose lentamente, pero permaneció en silencio, observando desde su posición, incapaz de intervenir.
Ricardo, con una sonrisa torcida, dio un paso hacia Paulina, sus ojos recorriendo su cuerpo con descaro. Se giró hacia Javier, su voz firme pero cargada de un tono casi burlón.
—Javier, tu hija está hecha una putita, ¿no? —dijo, señalando a Paulina, que no apartó la mirada, su respiración agitada—. ¿Me das permiso para cogérmela duro, o qué?
Javier, con los puños apretados, pareció a punto de levantarse, su rostro rojo de furia. Pero algo en la mirada de Paulina, una mezcla de desafío y aceptación, lo detuvo. Ella dio un paso adelante, acercándose a Ricardo, sus manos rozando su pecho con una audacia que cortó el aire.
—Hazlo, Ricardo —susurró, su voz temblorosa pero decidida, mirando primero a él y luego a Javier—. Quiero que me cojas duro. Papá, déjalo.
Javier, con la mandíbula tensa, no respondió de inmediato. Su mirada se cruzó con la de Paulina, y en ese momento, algo se rompió dentro de él. En lugar de protestar, se recostó en el sillón, sus ojos fijos en la escena, una mezcla de rabia, deseo y resignación en su rostro. Miguel, desde el suelo, tampoco habló, su mirada vacía, el peso de lo que había presenciado aplastándolo.
Ricardo, con una risa baja, no perdió tiempo. Agarró a Paulina por la cintura, sus manos grandes y ásperas apretándola con fuerza, y la empujó contra la mesa del comedor, donde los restos de vasos y botellas aún estaban esparcidos. La giró, inclinándola sobre la superficie, su cuerpo expuesto, los rastros pegajosos de la noche anterior brillando bajo la luz tenue. El olor de la sala—semen, sudor, sexo—se intensificó cuando Ricardo separó sus piernas, sus dedos explorando sin delicadeza la mezcla resbaladiza que aún goteaba de su vagina. Escupió en su mano, frotándola sobre su polla, que desabrochó rápidamente, dura y gruesa, lista para reclamarla.
—Eres una zorra, Pau —gruñó, su voz cargada de deseo crudo mientras guiaba su polla hacia su vagina, penetrándola con un empujón profundo.
Paulina gimió, sus manos aferrándose al borde de la mesa, el impacto sacudiéndola. Ricardo no fue gentil; sus embestidas eran rápidas y brutales, cada una haciendo temblar la mesa, el sonido de sus caderas chocando contra sus nalgas resonando en la sala. Sus manos apretaban sus caderas, dejando marcas rojas en su piel, mientras ella jadeaba, su cuerpo respondiendo al ritmo implacable. La mezcla de fluidos—semen de los hombres de la noche anterior y su propia humedad—hacía cada movimiento más resbaladizo, el sonido húmedo y obsceno llenando el aire.
—Más duro… —jadeó Paulina, su voz rota, empujando contra él, sus uñas arañando la madera de la mesa.
Ricardo, con una risa áspera, obedeció. Una mano alcanzó su cabello, tirando de él para arquear su espalda, mientras la otra se deslizó hacia su clítoris, frotándolo con dedos ásperos, llevándola al borde. Paulina gritó, su cuerpo convulsionándose mientras un orgasmo la atravesaba, sus piernas temblando. Ricardo, sin detenerse, aceleró, su polla embistiendo con una fuerza que parecía querer romperla. Con un rugido, se corrió, su semen espeso y caliente brotando dentro de ella, parte goteando por sus muslos, mezclándose con el caos ya presente, dejando un rastro pegajoso que salpicó la mesa y el suelo.
Exhausto, Ricardo se apartó, jadeando, mientras Paulina se desplomó sobre la mesa, temblando, su respiración agitada. Pero antes de que pudiera recuperarse, Javier, que había observado todo desde el sillón, se levantó, su rostro una mezcla de furia y deseo renovado. La escena lo había encendido de nuevo, y la provocación de Paulina aún resonaba en su mente. Se acercó a ella, sus manos temblando de rabia y excitación, y la giró, levantándola de la mesa para enfrentarla.
—No has tenido suficiente, ¿verdad? —gruñó, su voz baja, cargada de un desafío oscuro—. Si quieres ser mi putita, entonces yo también reclamo lo que queda, mi niña.
Paulina, con los ojos vidriosos pero una sonrisa desafiante, no retrocedió. Se inclinó hacia él, su voz un susurro provocador, cargado de una intimidad retorcida.
—Dámelo todo, papá —susurró, sus manos rozando su pecho, su tono cargado de deseo—. Quiero tu polla en mi culo… hazme tuya.
Javier, con un gruñido, la giró de nuevo, inclinándola sobre la mesa, sus manos separando sus nalgas con brusquedad. El ano de Paulina, aún intacto en medio del caos de su cuerpo, estaba apretado, una última frontera que Javier parecía decidido a reclamar. Escupió en su mano, frotando la saliva sobre su polla, dura y pulsante, y luego escupió directamente sobre su ano, el líquido cálido deslizándose por la piel suave. Con un dedo, comenzó a explorar, presionando lentamente contra la entrada apretada, sintiendo la resistencia mientras Paulina gemía, su cuerpo tensándose por la intrusión. Movió el dedo en círculos, abriéndola poco a poco, mientras ella jadeaba, sus manos aferrándose al borde de la mesa.
—Relájate, mi pequeña zorra —masculló Javier, su voz cargada de deseo, mientras añadía un segundo dedo, estirándola más, el calor de su interior apretándolo—. Papá te va a follar como mereces.
Paulina, con un gemido, empujó contra él, su voz temblorosa pero excitada.
—Sigue, papá… ábreme… quiero sentirte profundo —susurró, su tono una mezcla de sumisión y provocación.
En ese momento, Miguel, desde el suelo, incapaz de contenerse más, se desabrochó los pantalones, su polla dura por la escena que presenciaba. Comenzó a masturbarse, su mano moviéndose rápido, sus ojos fijos en Paulina y Javier, la intensidad de la situación llevándolo al borde. Javier, notando su movimiento, gruñó, pero no se detuvo. En lugar de eso, hizo un gesto hacia Miguel, su voz áspera.
—Ven aquí, Miguel —ordenó—. Si vas a mirar, hazte útil. Córrete en mi polla, lubrícala para su culo.
Miguel, atrapado por la orden y su propio deseo, se arrastró hacia ellos, su mano aún trabajando en su erección. Se posicionó cerca, su respiración agitada, y con un gemido, llegó al clímax, su semen espeso y caliente salpicando la polla de Javier, cubriéndola con un brillo pegajoso. Parte cayó sobre el ano de Paulina, mezclándose con la saliva, creando una lubricación adicional que goteaba por su piel. Javier, con un gruñido de aprobación, frotó el semen de Miguel sobre su polla, mezclándolo con la saliva, haciendo que su miembro brillara bajo la luz tenue.
—Buen chico —masculló Javier, antes de guiar su polla hacia el ano de Paulina, la punta presionando contra la entrada apretada, ahora más resbaladiza por el semen de Miguel.
Empujó con cuidado, sintiendo la resistencia ceder lentamente, el calor intenso envolviéndolo mientras Paulina gemía, su cuerpo temblando. Cada centímetro era una lucha, la fricción apretada casi insoportable, pero la lubricación facilitaba el avance. La sensación era abrumadora, el ano apretado de Paulina apretándolo con fuerza, mientras ella jadeaba, sus uñas arañando la mesa.
—Joder, papá… eres tan grande —gimió Paulina, su voz rota, su cuerpo adaptándose a la intrusión—. Fóllame el culo… haz que sea tuyo.
Javier, encendido por sus palabras, comenzó a moverse, al principio lento, dejando que su cuerpo se ajustara, cada embestida arrancando gemidos de Paulina. La sensación era intensa, el calor y la presión haciéndolo gruñir de placer.
—Eres mi putita, Pau —gruñó, sus manos aferrándose a sus caderas, dejando marcas rojas—. Este culo es mío… te voy a romper, mi niña.
Paulina, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa desafiante, empujó contra él, sus palabras alimentando el fuego.
—Rómpeme, papá… quiero tu semen dentro de mí —jadeó, su voz cargada de deseo, su cuerpo temblando con cada embestida.
Javier aceleró, sus caderas chocando contra sus nalgas, el sonido seco resonando en la sala silenciosa. Una mano alcanzó su clítoris, frotándolo con dedos rápidos, llevándola al borde mientras ella gritaba, su cuerpo convulsionándose en un orgasmo que la hizo temblar, su ano apretándose aún más alrededor de su polla. Miguel, aún en el suelo, seguía masturbándose, su mano moviéndose frenéticamente, incapaz de apartar la mirada, su propio clímax acercándose de nuevo.
Javier, al límite, sintió su orgasmo acercarse. Con un rugido, se corrió, su semen caliente llenando el ano de Paulina, espeso y abundante, parte goteando por sus muslos, mezclándose con el semen de Miguel y la saliva, dejando un rastro pegajoso que salpicó el suelo. Se retiró lentamente, dejando su ano ligeramente abierto, un hilo de semen goteando desde la entrada, brillando bajo la luz.
Paulina, temblando, se desplomó sobre la mesa, su respiración agitada, su cuerpo exhausto pero aún vibrando con la intensidad. Ricardo, sentado en una silla cercana, jadeaba, su mirada fija en la escena, una mezcla de satisfacción y asombro en su rostro. Miguel, con un gemido final, se corrió de nuevo, su semen salpicando el suelo, su cuerpo temblando mientras se dejaba caer, exhausto. Javier, volviendo al sillón, se dejó caer, su rostro una máscara de conflicto, la culpa y el deseo luchando en su interior.
La sala estaba en silencio, el aire denso con el olor del sexo, los muebles y el suelo manchados de evidencia. La noche, y ahora el amanecer, los había destruido, arrastrándolos a un abismo donde el amor, la traición y el deseo se habían entrelazado de formas irreparables. Lo que vendría después, nadie podía predecirlo.

0 comentarios - El despertar