Yo no quería terminar haciendo piercings, pero la vida te mete por caminos que ni sabías que existían. Empezó como un juego, después como un hobby, y ahora es medio mi laburo. Tengo un cuarto armado en casa, limpio, ordenado, con luz buena. No soy médico ni nada, pero trabajo con cuidado, higiene y paciencia. Si me preguntás, mejor que algunos estudios de mierda que cobran el doble y usan agujas sucias.
Conocí a Martín en una fiesta, como casi todo el mundo. Éramos los únicos dos que quedábamos despiertos a las cinco de la mañana, fumando en el balcón mientras todos dormían tirados en el piso. Nos hicimos amigos rápido, de esos que te prestan plata sin preguntar y te bancan cualquier locura. Lo típico: confianza al toque.
Un día, mientras tomábamos birra en mi taller, me dijo que su hermana menor quería hacerse un piercing. “¿Y por qué no va a un lugar de verdad?”, le dije. “Porque es una boluda y quiere ahorrar”, contestó él. Me reí, pero igual le dije que si quería venir que venga, que yo veo si puedo ayudarla.
Martín tiene esa hermana, Catalina, pero todos la llamamos Cata. Tiene como dieciocho o diecinueve años. Jovencita, claro, pero con esa actitud de los que ya saben lo que quieren. Y algo me decía que ella no era de las que se conforman con un “no”.
Pero ese día no apareció. Ni al otro. Hasta que una tarde, sin avisar, entró por mi puerta como si fuera suya.
La puerta se abrió sin golpes, sin aviso. Era ella. Catalina. La hermana menor de Martín. Una mina joven, morocha, de ojos grandes y verdes que parecían mirar el mundo desde una burbuja de inocencia fingida. Tenía cara de nena buena, pero no de santa, sino de esa que te mira con pestañeo lento y parece decir: "¿yo? ¿qué hice yo?" sin haber hecho nada… todavía.
Llegaba a poco más de 1.65, delgada, con ese cuerpo menudo pero bien formado: caderas suaves, piernas torneadas por horas caminando con sus zapatillas deportivas, y un culito firme que se marcaba bajo los jeans ajustados que usaba.
Llevaba puesto un top negro de tiras muy finas, tan apretado que casi parecía pintado sobre su piel, dos talles más chico de lo que debería usar, dejando adivinar unas tetitas pequeñas pero erguidas, con los pezones apenas visibles bajo la tela. Era como si supiera exactamente cómo vestir para llamar la atención sin gritarlo.
El pelo largo y ondulado le caía por los hombros, con ese aire alternativo mezclado con un toque little que hacía juego con su estilo: pulseras coloridas, una mochila pequeña colgada de un solo hombro, y una cartera con cadenas plateadas que tintineaban cada vez que se movía.
Entró despacio, como si estuviera invadiendo algo sagrado, pero sin dejar de mirarme. Y aunque intentaba disimularlo, había curiosidad en sus ojos. Y desafío. Tal vez incluso ganas de cruzar alguna línea que ni ella sabía que quería cruzar.
—¿Hola? —dijo, asomándose apenas—. ¿Está Nico?
—Soy yo —le respondí, desde atrás de la mesa donde ordenaba material—. ¿Y vos sos...?
—Cata… soy la hermana de Martín —contestó, entrando despacio, con cara de estar invadiendo algo importante.
Me quedé mirándola un segundo. No era fea, al contrario. Tenía algo lindo, de esas minas que te miran y parece que nunca vieron una película de terror. Inocente, quizás.
—¿Qué necesitás?
—Bueno… —empezó, bajito, como si tuviera vergüenza—. Quería hacerme un piercing… y Martín me dijo que vos hacés… y que si venía, quizás me cobrabas menos… o nada…
Levanté una ceja.
—¿Nada? ¿En serio?
Asintió con la cabeza, moviéndose un poco, incómoda. Miraba todo menos a mí.
—Mirá, nena, no soy ONG. Si querés un piercing, pagás. Es así.
—Pero… no tengo guita —confesó, casi en voz baja, sonrojada—. Estoy ahorrando para unos audífonos nuevos… y el piercing me encantaría tenerlo… porfa, Nico… ¿No me lo hacés si te prometo que después te doy algo a cambio?
—¿Algo a cambio? —pregunté, medio riéndome—. ¿Como qué?
—No sé… —se puso roja como un tomate—. Lo que quieras. Pero no tengo plata.
—Bueno, entonces tenés dos opciones: o pagás, o te hacés un piercing en un lugar especial. Algo único. Algo que nadie más haya elegido antes.
—¿Cómo dónde? —preguntó, ingenua.
—Eso tenés que descubrirlo vos —respondí, jugando con una aguja entre mis dedos—. Pero tiene que ser algo que te marque. Que sepas que no fue cualquiera quien te lo hizo.
Ella frunció el ceño, confundida.
—¿Qué tipo de lugar?
La miré fijo, con media sonrisa.
—Uno que signifique algo. Uno que cuando te lo veas, te acuerdes de esta conversación. Eso sí, tiene que ser algo que no te hayas hecho nunca. Algo… prohibido.
Se quedó callada un momento, pensativa. Me miró con cara de "esto no puede estar pasando". Y entonces, con un tono muy bajo, casi susurrando, dijo:
—¿En los… pezones?
La pregunta salió como un susurro tímido, casi avergonzado. Pero estaba ahí. Ella misma lo había dicho.
La miré sorprendido.
—¿En serio?
Asintió con la cabeza, sin atreverse a mirarme.
El ambiente cambió. Ya no era solo una mina insistiendo por un piercing. Era otra cosa. Algo más caliente. Más cerca. Más peligroso.
Me quedé un momento en silencio, observándola. No sabía si estaba jugando o si realmente quería hacerlo. Pero ya no importaba. Ella había cruzado la línea sola, sin que yo se lo pidiera.
—Sentate ahí —le dije, señalando la silla de cuero negro frente a mí—. Y sacate la remera. Tenés que estar limpia.
Parpadeó un par de veces, como si recién estuviera midiendo la magnitud de lo que iba a hacer. Luego, lentamente, tomó el borde de su top ajustado y lo levantó por encima de su cabeza, dejando al descubierto aquel torso menudo pero perfecto. Su piel era suave, casi translúcida, y sus tetas pequeñas, firmes, con pezones grandes y rositas que parecían responder ya a la situación.
—¿Te da vergüenza? —pregunté, mientras preparaba los materiales sobre la mesa.
—No… bueno, sí… un poco —dijo, tapándose con las manos.
—Dejame ver bien. Si te hago esto, tengo que saber cómo está la zona.
Hizo una mueca, pero obedeció. Dejó caer las manos y me miró directo a los ojos, desafiante. Me acerqué despacio, sin prisa, y empecé a tocarle uno de los pezones con la punta del dedo índice. Era más sensible de lo que imaginaba. Se endureció al instante.
—Estás lista —murmuré, más para mí que para ella.
Sacó una risita nerviosa.
—¿Lista para qué?
—Para sentir.
Fui hasta la heladera y saqué dos cubos de hielo. Los envolví en una gasa estéril y volví hacia ella. Con cuidado, fui pasando el frío sobre cada uno de sus pezones. La vimos reaccionar: cerró los ojos, contuvo el aire, se mordió el labio inferior.
—Frío, ¿no? —le pregunté, rozando su piel otra vez.
—Sí… me quema un poco.
—Es normal. Vas a sentir menos cuando entre la aguja.
Se estremeció.
—¿La aguja?
—Claro. No soy mago, nena. Es así nomás.
Nos quedamos en silencio un segundo. Solo se escuchaba su respiración entrecortada y el sonido de mis manos preparando todo: la barra, la aguja estéril, el piercing temporal listo para colocar.
Mientras trabajaba, limpié con una gasa uno de sus pezones. Estaba rojizo por el frío, endurecido, y al pasar la tela suave, se le escapó un pequeño jadeo. Lo tapó rápido con la mano, pero ya había salido.
—¿Y eso? —sonreí—. ¿Ya empezaste sin avisarme?
—¡No! Es que… dolió.
—Claro. Como vos digas.
Me miró con cara de "te odio", pero también de "te necesito". Había algo en sus ojos que no podía disimular. Y tampoco quería.
—Quedate solo en bombacha —le dije, sin dejar de ordenar.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Cómo?
—En bombacha. Quiero trabajar tranquilo. Y vos tenés que estar cómoda.
—Pero… ¿por qué?
Levanté la vista, lento, y la miré de arriba abajo.
—Porque quiero… y porque es gratis. Ahora elegí: o pagás, o te sacás todo menos la bombacha.
Movió la cabeza, incrédula, pero sin decir que no. Lentamente, se bajó la falda y la dejó caer al piso. Quedó allí, semidesnuda, con una bombacha blanca, fina, de algodón, ajustada como si hubiera sido hecha para marcar cada curva. El elástico se le metía un poco entre las nalgas, y justo en el centro, se notaba la forma de su raja. Pequeña, depilada, con un leve humedecimiento que ya comenzaba a teñir la tela.
—¿Así está bien? —preguntó, tímida.
—Perfecto —respondí, sin apartar la vista—. Ahora sentate y no te movás.
Volví a tomar el hielo, esta vez más cerca de su cuerpo. Le pasé el frío por el cuello, por la clavícula, bajando poco a poco hasta llegar al primer pezón. Lo rodeé, lo toqué, lo enfrié. Cada vez que lo rozaba, ella se estremecía.
—¿Te gusta?
—No… no sé… es raro.
—Raro rico, ¿no?
—Tal vez.
Pasé al otro pezón. Esta vez, fue más intensa su reacción. Soltó un suspiro largo, como si se estuviera soltando. Sus piernas se apretaron una contra la otra, y pude ver cómo sus muslos temblaban ligeramente.
—Nico… —susurró.
—Shhh… dejame trabajar.
Seguí bajando con el hielo. Por el vientre, por el ombligo, hasta el borde de la bombacha. Rozé apenas la tela y vi cómo se tensaba. Ya no era solo humedad. Era deseo. Puro y claro.
—¿Te duele? —pregunté, fingiendo profesionalismo.
—No… es otra cosa.
—Lo sé.
Volvió a gemir, más fuerte esta vez, y tuvo que taparse la boca con la mano. Miró hacia la puerta, como si alguien pudiera escucharla.
—Tranquila —le dije—. Acá nadie te va a juzgar. Solo hacemos un piercing… y lo que pase después, queda acá.
Me miró. Directo. Sin mentiras.
Y en ese instante, supimos que ya no se trataba solo de un piercing.
Me quedé un segundo observando su cuerpo. Era tan pequeño, tan frágil, y sin embargo estaba allí, desnuda hasta la ropa interior, temblando bajo mis manos. Su respiración era corta, rápida, como si estuviera conteniendo algo que ya no podía frenar.
—Respirá profundo —le dije, mientras tomaba la aguja estéril entre mis dedos—. Y cuando te diga, aguantate.
Asintió, apretando los brazos contra su cuerpo, como si necesitara sostenerse de algo. Le sostuve el pezón con firmeza, lo marqué con tinta para guiar la entrada, y me aseguré de que estuviera bien enfriado. Ella cerró los ojos, tragó saliva, y esperó.
—Ahora —dije, justo antes de empujar.
El sonido fue mínimo. Un crujido blando, rápido. Su cuerpo dio un salto involuntario, y soltó un jadeo ahogado, mitad dolor, mitad sorpresa. Se mordió el labio tan fuerte que casi sangra.
—Duele… —susurró, con voz entrecortada—. Joder… duele más de lo que imaginé.
—Ya pasó —respondí, limpiando el exceso de sangre con una gasa—. Ahora el otro.
Abrió los ojos, me miró como si fuera un monstruo, pero no dijo que no. Ni siquiera dudó. Solo asintió, con esa mirada que ya no era la misma. Más oscura. Más húmeda. Más cerca del límite.
Repetí el proceso. Esta vez, se mordió el puño para no gritar. Las lágrimas aparecieron, pero no lloró. Se quedó quieta, respirando con fuerza, sintiendo cómo el metal se alojaba en su piel como una marca nueva. Una cicatriz elegida.
—Listo —dije, terminando de colocar el piercing temporal—. Te queda lindo. Pequeño, delicado… como vos.
Se llevó una mano temblorosa al pecho, tocó uno de los piercings con cuidado, como si aún no creyera que estaban allí.
—¿En serio?
—Mirá vos misma.
Le alcancé un pequeño espejo y se lo llevó al pecho. Sonrió, tímidamente.
—Me gusta.
Yo no podía dejar de mirarla. Verla allí, semidesnuda, con esos pezones marcados por el metal, era demasiado. Mi pija ya respondía bajo el pantalón, y no hacía falta ser adivino para notar que a ella tampoco le era indiferente.
—¿Y ahora qué? —preguntó, bajito.
—Ahora… nada. Queda cicatrizar. Pero tenés que cuidarlo.
—¿Cómo?
—Tocándolo con las manos limpias… o con las mías.
Se rió, pero fue una risa breve.
Se quedó quieta, respirando cerca de mí, con los pezones aún húmedos por el sudor y el frío del hielo.
Sus mejillas estaban rojas, sus labios entreabiertos, como si tuviera algo que decir pero no se animara.
—Vení —le dije, extendiendo la mano—. Acercate.
Ella obedeció, caminando hacia mí con pasos pequeños, inseguros. Llevaba todavía puesta solo la bombacha blanca, fina, casi transparente por el deseo que ya se filtraba debajo. Se detuvo frente a mí, tan cerca que podía sentir su calor.
—Cerrá los ojos —le pedí.
Lo hizo. Su pelo caía sobre un hombro, y uno de sus dedos se movió nervioso contra su pierna. Me acerqué despacio, hasta tener mi boca casi pegada a la suya.
—Besame —le dije—. Si querés hacerme feliz… besame.
No dudó. Levantó un poco la barbilla y me rozó los labios con los suyos. Fue un beso suave, tímido, apenas un roce. Cálido. Dulce. Inocente.
Me separé sin profundizarlo. Solo la miré, fijo, con media sonrisa.
—¿En serio te creíste que te lo hacía gratis? —le dije, bajito, casi riendo.
Parpadeó, confundida.
—¿Qué?
—¿Te pensás que el piercing iba a ser gratis de verdad? —dije, jugando con su pelo entre mis dedos—. Vos misma dijiste que harías lo que yo quisiera. ¿O ya te olvidaste?
Bajó la vista, apretó los labios. No dijo nada. Ni "sí", ni "no".
Solo tragó saliva.
—Andá —le ordené—. Arrodillate.
Lo hizo. Lentamente, como si ya supiera que no había vuelta atrás. Quedó frente a mí, con las manos a los costados del cuerpo, esperando instrucciones.
Me desabroché el pantalón, saqué mi pija ya medio dura, y la dejé allí, expuesta. Ella miró hacia otro lado, pero no pudo evitar volver a fijarse.
—Dale—le dije.
Titubeó, pero obedeció. Con dos dedos, rozó la punta, y luego fue subiendo lentamente por el tronco, como si midiera cada centímetro.
—Así no —la detuve—. Sin manos. Solo con la boca. Me saque el cinturón y le ate las manos en la espalda.
Me miró, sorprendida.
—Pero…
—Callate. Ya hiciste bastante jugando a la inocente. Ahora pagá lo que prometiste.
Bajó la vista otra vez, pero esta vez no protestó. Se inclinó hacia adelante y rozó la punta con la lengua. Estaba fría, húmeda. Perfecta.
—Más adentro —le pedí.
Fue entrando poco a poco, con cuidado, como si fuera la primera vez. Me la metió hasta donde pudo, sin ahogarse, sin hacerse daño.
Gemí. Agarré su pelo con una mano y la guié un poco, marcando el ritmo. Ella cerró los ojos y siguió mis movimientos, aceptando cada centímetro como si ya hubiera decidido rendirse por completo.
Pero no era suficiente.
Con la otra mano, fui bajando por su cuerpo. Primero por el vientre, luego por la cadera, hasta encontrar la tela fina de su bombacha. Tiré de un lado, rompiendo el elástico, y se la bajé por las piernas sin que ella dijera nada. Ni un “no”, ni un “para”.
La tiré al piso y volví a tocarla. Su conchita estaba caliente, húmeda, lista para más.
Metí un dedo despacio, sintiendo cómo se tensaba bajo mi tacto. Estaba empapada. Más de lo que imaginaba.
Ella no abrió los ojos, pero su cabeza se movió un poco, como si aceptara lo que estaba pasando. Moví el dedo dentro de ella, lento, profundo, mientras seguía chupándome la pija con esa boca dulce y ansiosa.
Jadeó. Bajo. Ahogado. Pero salió.
Y ese jadeo lo dijo todo.
Estaba caliente. Mucho más de lo que fingía.
—Sos una putita disfrazada de nena buena —le susurré, moviendo el dedo más rápido—. Y encima te gusta.
No respondió. Pero tampoco se detuvo. Siguió chupando, con más fuerza ahora, como si ya no pudiera frenar.
—Dale, nena… seguí así —gemí—. Que esto va a terminar pronto.
Aumenté el ritmo del dedo. Ella se aferró a mi muslo con una rodilla, como buscando apoyo, como si ya no pudiera sostenerse sola. Su respiración se entrecortó. Un nuevo jadeo escapó de su garganta, más fuerte que antes.
Y entonces acabé.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Mis dedos se clavaron en su pelo. Mi cadera empujó hacia adelante, sin control, mientras descargaba todo dentro de su boca.
Ella tragó lo que pudo. Algunas gotas se escaparon por la comisura de sus labios, pero no se limpió. Solo se quedó allí, arrodillada, con mis manos en su pelo y el sabor de mí en su boca.
La levanté despacio, le desaté las manos y la miré. Tenía los labios hinchados, los ojos brillantes, y una cara de "esto no puede estar pasando" que me hizo reír.
—Te salió caro el piercing, nena —le dije, limpiándole un rastro de semen de la barbilla—. Pero seguro que valió la pena.
Ella me miró, sonrió tímidamente, y sin decir nada, se agachó a buscar su ropa.
El juego había terminado.
Había comenzado otra cosa.
Algo mucho más sucio.
Se quedó allí, arrodillada un segundo más, recuperando el aliento.
Sus mejillas seguían rojas, sus labios hinchados, y sus pezones endurecidos por el frío y el deseo. No dijo nada. Ni "lo siento", ni "nunca más". Solo respiraba, intentando entender qué había pasado.
La ayudé a levantarse con una mano, sin soltarla del todo. Me miró a los ojos, como buscando una respuesta que yo tampoco tenía. Pero ya no importaba. Ella sabía que había cruzado una línea. Y también sabía que no quería volver.
—Andá —le dije, señalando su ropa tirada en el piso—. Vestite antes de que se te enfríe otra cosa.
Sonrió tímidamente, bajó la vista y empezó a buscar su bombacha. La encontró cerca de mis pies, pero cuando la iba a agarrar le dije "esto me lo quedo de recuerdo".
Asintió tímidamente y sepuso la remera, se acomodó el pelo con los dedos, y se quedó parada frente a mí, como esperando algo.
—¿Y ahora qué? —preguntó, bajito.
—Ahora nada —respondí, guardando las cosas en su lugar—. Queda cicatrizar. Volvé en tres días… a ver si no se te infectó.
Asintió despacio.
—¿En serio tenés que verlo?
—Claro que sí —me acerqué, hasta tener mi boca casi pegada a su oreja—. ¿Creés que voy a dejar que andes por ahí con un piercing mal curado?
Soltó una risita nerviosa, pero no se movió.
—Entonces volvé —susurré—. En tres días. A ver cómo va todo… y traé ganas de tomar leche, nena.
Me miró, sorprendida al principio, luego entendió. Bajó la vista, se mordió el labio y asintió otra vez.
—Bueno… entonces nos vemos en tres días.
—Eso espero —le abrí la puerta—. Y esta vez… vení con hambre.
Salió sin decir más, con la cartera colgada al hombro y la cabeza baja. Cerré la puerta tras ella y me quedé un momento allí, quieto, pensando que a veces los piercings también dejan marcas en quien los hace…
El juego había terminado.
Pero ya no era un juego.
Era una cita.
Y recién empezaba...
Conocí a Martín en una fiesta, como casi todo el mundo. Éramos los únicos dos que quedábamos despiertos a las cinco de la mañana, fumando en el balcón mientras todos dormían tirados en el piso. Nos hicimos amigos rápido, de esos que te prestan plata sin preguntar y te bancan cualquier locura. Lo típico: confianza al toque.
Un día, mientras tomábamos birra en mi taller, me dijo que su hermana menor quería hacerse un piercing. “¿Y por qué no va a un lugar de verdad?”, le dije. “Porque es una boluda y quiere ahorrar”, contestó él. Me reí, pero igual le dije que si quería venir que venga, que yo veo si puedo ayudarla.
Martín tiene esa hermana, Catalina, pero todos la llamamos Cata. Tiene como dieciocho o diecinueve años. Jovencita, claro, pero con esa actitud de los que ya saben lo que quieren. Y algo me decía que ella no era de las que se conforman con un “no”.
Pero ese día no apareció. Ni al otro. Hasta que una tarde, sin avisar, entró por mi puerta como si fuera suya.
La puerta se abrió sin golpes, sin aviso. Era ella. Catalina. La hermana menor de Martín. Una mina joven, morocha, de ojos grandes y verdes que parecían mirar el mundo desde una burbuja de inocencia fingida. Tenía cara de nena buena, pero no de santa, sino de esa que te mira con pestañeo lento y parece decir: "¿yo? ¿qué hice yo?" sin haber hecho nada… todavía.
Llegaba a poco más de 1.65, delgada, con ese cuerpo menudo pero bien formado: caderas suaves, piernas torneadas por horas caminando con sus zapatillas deportivas, y un culito firme que se marcaba bajo los jeans ajustados que usaba.
Llevaba puesto un top negro de tiras muy finas, tan apretado que casi parecía pintado sobre su piel, dos talles más chico de lo que debería usar, dejando adivinar unas tetitas pequeñas pero erguidas, con los pezones apenas visibles bajo la tela. Era como si supiera exactamente cómo vestir para llamar la atención sin gritarlo.
El pelo largo y ondulado le caía por los hombros, con ese aire alternativo mezclado con un toque little que hacía juego con su estilo: pulseras coloridas, una mochila pequeña colgada de un solo hombro, y una cartera con cadenas plateadas que tintineaban cada vez que se movía.
Entró despacio, como si estuviera invadiendo algo sagrado, pero sin dejar de mirarme. Y aunque intentaba disimularlo, había curiosidad en sus ojos. Y desafío. Tal vez incluso ganas de cruzar alguna línea que ni ella sabía que quería cruzar.
—¿Hola? —dijo, asomándose apenas—. ¿Está Nico?
—Soy yo —le respondí, desde atrás de la mesa donde ordenaba material—. ¿Y vos sos...?
—Cata… soy la hermana de Martín —contestó, entrando despacio, con cara de estar invadiendo algo importante.
Me quedé mirándola un segundo. No era fea, al contrario. Tenía algo lindo, de esas minas que te miran y parece que nunca vieron una película de terror. Inocente, quizás.
—¿Qué necesitás?
—Bueno… —empezó, bajito, como si tuviera vergüenza—. Quería hacerme un piercing… y Martín me dijo que vos hacés… y que si venía, quizás me cobrabas menos… o nada…
Levanté una ceja.
—¿Nada? ¿En serio?
Asintió con la cabeza, moviéndose un poco, incómoda. Miraba todo menos a mí.
—Mirá, nena, no soy ONG. Si querés un piercing, pagás. Es así.
—Pero… no tengo guita —confesó, casi en voz baja, sonrojada—. Estoy ahorrando para unos audífonos nuevos… y el piercing me encantaría tenerlo… porfa, Nico… ¿No me lo hacés si te prometo que después te doy algo a cambio?
—¿Algo a cambio? —pregunté, medio riéndome—. ¿Como qué?
—No sé… —se puso roja como un tomate—. Lo que quieras. Pero no tengo plata.
—Bueno, entonces tenés dos opciones: o pagás, o te hacés un piercing en un lugar especial. Algo único. Algo que nadie más haya elegido antes.
—¿Cómo dónde? —preguntó, ingenua.
—Eso tenés que descubrirlo vos —respondí, jugando con una aguja entre mis dedos—. Pero tiene que ser algo que te marque. Que sepas que no fue cualquiera quien te lo hizo.
Ella frunció el ceño, confundida.
—¿Qué tipo de lugar?
La miré fijo, con media sonrisa.
—Uno que signifique algo. Uno que cuando te lo veas, te acuerdes de esta conversación. Eso sí, tiene que ser algo que no te hayas hecho nunca. Algo… prohibido.
Se quedó callada un momento, pensativa. Me miró con cara de "esto no puede estar pasando". Y entonces, con un tono muy bajo, casi susurrando, dijo:
—¿En los… pezones?
La pregunta salió como un susurro tímido, casi avergonzado. Pero estaba ahí. Ella misma lo había dicho.
La miré sorprendido.
—¿En serio?
Asintió con la cabeza, sin atreverse a mirarme.
El ambiente cambió. Ya no era solo una mina insistiendo por un piercing. Era otra cosa. Algo más caliente. Más cerca. Más peligroso.
Me quedé un momento en silencio, observándola. No sabía si estaba jugando o si realmente quería hacerlo. Pero ya no importaba. Ella había cruzado la línea sola, sin que yo se lo pidiera.
—Sentate ahí —le dije, señalando la silla de cuero negro frente a mí—. Y sacate la remera. Tenés que estar limpia.
Parpadeó un par de veces, como si recién estuviera midiendo la magnitud de lo que iba a hacer. Luego, lentamente, tomó el borde de su top ajustado y lo levantó por encima de su cabeza, dejando al descubierto aquel torso menudo pero perfecto. Su piel era suave, casi translúcida, y sus tetas pequeñas, firmes, con pezones grandes y rositas que parecían responder ya a la situación.
—¿Te da vergüenza? —pregunté, mientras preparaba los materiales sobre la mesa.
—No… bueno, sí… un poco —dijo, tapándose con las manos.
—Dejame ver bien. Si te hago esto, tengo que saber cómo está la zona.
Hizo una mueca, pero obedeció. Dejó caer las manos y me miró directo a los ojos, desafiante. Me acerqué despacio, sin prisa, y empecé a tocarle uno de los pezones con la punta del dedo índice. Era más sensible de lo que imaginaba. Se endureció al instante.
—Estás lista —murmuré, más para mí que para ella.
Sacó una risita nerviosa.
—¿Lista para qué?
—Para sentir.
Fui hasta la heladera y saqué dos cubos de hielo. Los envolví en una gasa estéril y volví hacia ella. Con cuidado, fui pasando el frío sobre cada uno de sus pezones. La vimos reaccionar: cerró los ojos, contuvo el aire, se mordió el labio inferior.
—Frío, ¿no? —le pregunté, rozando su piel otra vez.
—Sí… me quema un poco.
—Es normal. Vas a sentir menos cuando entre la aguja.
Se estremeció.
—¿La aguja?
—Claro. No soy mago, nena. Es así nomás.
Nos quedamos en silencio un segundo. Solo se escuchaba su respiración entrecortada y el sonido de mis manos preparando todo: la barra, la aguja estéril, el piercing temporal listo para colocar.
Mientras trabajaba, limpié con una gasa uno de sus pezones. Estaba rojizo por el frío, endurecido, y al pasar la tela suave, se le escapó un pequeño jadeo. Lo tapó rápido con la mano, pero ya había salido.
—¿Y eso? —sonreí—. ¿Ya empezaste sin avisarme?
—¡No! Es que… dolió.
—Claro. Como vos digas.
Me miró con cara de "te odio", pero también de "te necesito". Había algo en sus ojos que no podía disimular. Y tampoco quería.
—Quedate solo en bombacha —le dije, sin dejar de ordenar.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Cómo?
—En bombacha. Quiero trabajar tranquilo. Y vos tenés que estar cómoda.
—Pero… ¿por qué?
Levanté la vista, lento, y la miré de arriba abajo.
—Porque quiero… y porque es gratis. Ahora elegí: o pagás, o te sacás todo menos la bombacha.
Movió la cabeza, incrédula, pero sin decir que no. Lentamente, se bajó la falda y la dejó caer al piso. Quedó allí, semidesnuda, con una bombacha blanca, fina, de algodón, ajustada como si hubiera sido hecha para marcar cada curva. El elástico se le metía un poco entre las nalgas, y justo en el centro, se notaba la forma de su raja. Pequeña, depilada, con un leve humedecimiento que ya comenzaba a teñir la tela.
—¿Así está bien? —preguntó, tímida.
—Perfecto —respondí, sin apartar la vista—. Ahora sentate y no te movás.
Volví a tomar el hielo, esta vez más cerca de su cuerpo. Le pasé el frío por el cuello, por la clavícula, bajando poco a poco hasta llegar al primer pezón. Lo rodeé, lo toqué, lo enfrié. Cada vez que lo rozaba, ella se estremecía.
—¿Te gusta?
—No… no sé… es raro.
—Raro rico, ¿no?
—Tal vez.
Pasé al otro pezón. Esta vez, fue más intensa su reacción. Soltó un suspiro largo, como si se estuviera soltando. Sus piernas se apretaron una contra la otra, y pude ver cómo sus muslos temblaban ligeramente.
—Nico… —susurró.
—Shhh… dejame trabajar.
Seguí bajando con el hielo. Por el vientre, por el ombligo, hasta el borde de la bombacha. Rozé apenas la tela y vi cómo se tensaba. Ya no era solo humedad. Era deseo. Puro y claro.
—¿Te duele? —pregunté, fingiendo profesionalismo.
—No… es otra cosa.
—Lo sé.
Volvió a gemir, más fuerte esta vez, y tuvo que taparse la boca con la mano. Miró hacia la puerta, como si alguien pudiera escucharla.
—Tranquila —le dije—. Acá nadie te va a juzgar. Solo hacemos un piercing… y lo que pase después, queda acá.
Me miró. Directo. Sin mentiras.
Y en ese instante, supimos que ya no se trataba solo de un piercing.
Me quedé un segundo observando su cuerpo. Era tan pequeño, tan frágil, y sin embargo estaba allí, desnuda hasta la ropa interior, temblando bajo mis manos. Su respiración era corta, rápida, como si estuviera conteniendo algo que ya no podía frenar.
—Respirá profundo —le dije, mientras tomaba la aguja estéril entre mis dedos—. Y cuando te diga, aguantate.
Asintió, apretando los brazos contra su cuerpo, como si necesitara sostenerse de algo. Le sostuve el pezón con firmeza, lo marqué con tinta para guiar la entrada, y me aseguré de que estuviera bien enfriado. Ella cerró los ojos, tragó saliva, y esperó.
—Ahora —dije, justo antes de empujar.
El sonido fue mínimo. Un crujido blando, rápido. Su cuerpo dio un salto involuntario, y soltó un jadeo ahogado, mitad dolor, mitad sorpresa. Se mordió el labio tan fuerte que casi sangra.
—Duele… —susurró, con voz entrecortada—. Joder… duele más de lo que imaginé.
—Ya pasó —respondí, limpiando el exceso de sangre con una gasa—. Ahora el otro.
Abrió los ojos, me miró como si fuera un monstruo, pero no dijo que no. Ni siquiera dudó. Solo asintió, con esa mirada que ya no era la misma. Más oscura. Más húmeda. Más cerca del límite.
Repetí el proceso. Esta vez, se mordió el puño para no gritar. Las lágrimas aparecieron, pero no lloró. Se quedó quieta, respirando con fuerza, sintiendo cómo el metal se alojaba en su piel como una marca nueva. Una cicatriz elegida.
—Listo —dije, terminando de colocar el piercing temporal—. Te queda lindo. Pequeño, delicado… como vos.
Se llevó una mano temblorosa al pecho, tocó uno de los piercings con cuidado, como si aún no creyera que estaban allí.
—¿En serio?
—Mirá vos misma.
Le alcancé un pequeño espejo y se lo llevó al pecho. Sonrió, tímidamente.
—Me gusta.
Yo no podía dejar de mirarla. Verla allí, semidesnuda, con esos pezones marcados por el metal, era demasiado. Mi pija ya respondía bajo el pantalón, y no hacía falta ser adivino para notar que a ella tampoco le era indiferente.
—¿Y ahora qué? —preguntó, bajito.
—Ahora… nada. Queda cicatrizar. Pero tenés que cuidarlo.
—¿Cómo?
—Tocándolo con las manos limpias… o con las mías.
Se rió, pero fue una risa breve.
Se quedó quieta, respirando cerca de mí, con los pezones aún húmedos por el sudor y el frío del hielo.
Sus mejillas estaban rojas, sus labios entreabiertos, como si tuviera algo que decir pero no se animara.
—Vení —le dije, extendiendo la mano—. Acercate.
Ella obedeció, caminando hacia mí con pasos pequeños, inseguros. Llevaba todavía puesta solo la bombacha blanca, fina, casi transparente por el deseo que ya se filtraba debajo. Se detuvo frente a mí, tan cerca que podía sentir su calor.
—Cerrá los ojos —le pedí.
Lo hizo. Su pelo caía sobre un hombro, y uno de sus dedos se movió nervioso contra su pierna. Me acerqué despacio, hasta tener mi boca casi pegada a la suya.
—Besame —le dije—. Si querés hacerme feliz… besame.
No dudó. Levantó un poco la barbilla y me rozó los labios con los suyos. Fue un beso suave, tímido, apenas un roce. Cálido. Dulce. Inocente.
Me separé sin profundizarlo. Solo la miré, fijo, con media sonrisa.
—¿En serio te creíste que te lo hacía gratis? —le dije, bajito, casi riendo.
Parpadeó, confundida.
—¿Qué?
—¿Te pensás que el piercing iba a ser gratis de verdad? —dije, jugando con su pelo entre mis dedos—. Vos misma dijiste que harías lo que yo quisiera. ¿O ya te olvidaste?
Bajó la vista, apretó los labios. No dijo nada. Ni "sí", ni "no".
Solo tragó saliva.
—Andá —le ordené—. Arrodillate.
Lo hizo. Lentamente, como si ya supiera que no había vuelta atrás. Quedó frente a mí, con las manos a los costados del cuerpo, esperando instrucciones.
Me desabroché el pantalón, saqué mi pija ya medio dura, y la dejé allí, expuesta. Ella miró hacia otro lado, pero no pudo evitar volver a fijarse.
—Dale—le dije.
Titubeó, pero obedeció. Con dos dedos, rozó la punta, y luego fue subiendo lentamente por el tronco, como si midiera cada centímetro.
—Así no —la detuve—. Sin manos. Solo con la boca. Me saque el cinturón y le ate las manos en la espalda.
Me miró, sorprendida.
—Pero…
—Callate. Ya hiciste bastante jugando a la inocente. Ahora pagá lo que prometiste.
Bajó la vista otra vez, pero esta vez no protestó. Se inclinó hacia adelante y rozó la punta con la lengua. Estaba fría, húmeda. Perfecta.
—Más adentro —le pedí.
Fue entrando poco a poco, con cuidado, como si fuera la primera vez. Me la metió hasta donde pudo, sin ahogarse, sin hacerse daño.
Gemí. Agarré su pelo con una mano y la guié un poco, marcando el ritmo. Ella cerró los ojos y siguió mis movimientos, aceptando cada centímetro como si ya hubiera decidido rendirse por completo.
Pero no era suficiente.
Con la otra mano, fui bajando por su cuerpo. Primero por el vientre, luego por la cadera, hasta encontrar la tela fina de su bombacha. Tiré de un lado, rompiendo el elástico, y se la bajé por las piernas sin que ella dijera nada. Ni un “no”, ni un “para”.
La tiré al piso y volví a tocarla. Su conchita estaba caliente, húmeda, lista para más.
Metí un dedo despacio, sintiendo cómo se tensaba bajo mi tacto. Estaba empapada. Más de lo que imaginaba.
Ella no abrió los ojos, pero su cabeza se movió un poco, como si aceptara lo que estaba pasando. Moví el dedo dentro de ella, lento, profundo, mientras seguía chupándome la pija con esa boca dulce y ansiosa.
Jadeó. Bajo. Ahogado. Pero salió.
Y ese jadeo lo dijo todo.
Estaba caliente. Mucho más de lo que fingía.
—Sos una putita disfrazada de nena buena —le susurré, moviendo el dedo más rápido—. Y encima te gusta.
No respondió. Pero tampoco se detuvo. Siguió chupando, con más fuerza ahora, como si ya no pudiera frenar.
—Dale, nena… seguí así —gemí—. Que esto va a terminar pronto.
Aumenté el ritmo del dedo. Ella se aferró a mi muslo con una rodilla, como buscando apoyo, como si ya no pudiera sostenerse sola. Su respiración se entrecortó. Un nuevo jadeo escapó de su garganta, más fuerte que antes.
Y entonces acabé.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Mis dedos se clavaron en su pelo. Mi cadera empujó hacia adelante, sin control, mientras descargaba todo dentro de su boca.
Ella tragó lo que pudo. Algunas gotas se escaparon por la comisura de sus labios, pero no se limpió. Solo se quedó allí, arrodillada, con mis manos en su pelo y el sabor de mí en su boca.
La levanté despacio, le desaté las manos y la miré. Tenía los labios hinchados, los ojos brillantes, y una cara de "esto no puede estar pasando" que me hizo reír.
—Te salió caro el piercing, nena —le dije, limpiándole un rastro de semen de la barbilla—. Pero seguro que valió la pena.
Ella me miró, sonrió tímidamente, y sin decir nada, se agachó a buscar su ropa.
El juego había terminado.
Había comenzado otra cosa.
Algo mucho más sucio.
Se quedó allí, arrodillada un segundo más, recuperando el aliento.
Sus mejillas seguían rojas, sus labios hinchados, y sus pezones endurecidos por el frío y el deseo. No dijo nada. Ni "lo siento", ni "nunca más". Solo respiraba, intentando entender qué había pasado.
La ayudé a levantarse con una mano, sin soltarla del todo. Me miró a los ojos, como buscando una respuesta que yo tampoco tenía. Pero ya no importaba. Ella sabía que había cruzado una línea. Y también sabía que no quería volver.
—Andá —le dije, señalando su ropa tirada en el piso—. Vestite antes de que se te enfríe otra cosa.
Sonrió tímidamente, bajó la vista y empezó a buscar su bombacha. La encontró cerca de mis pies, pero cuando la iba a agarrar le dije "esto me lo quedo de recuerdo".
Asintió tímidamente y sepuso la remera, se acomodó el pelo con los dedos, y se quedó parada frente a mí, como esperando algo.
—¿Y ahora qué? —preguntó, bajito.
—Ahora nada —respondí, guardando las cosas en su lugar—. Queda cicatrizar. Volvé en tres días… a ver si no se te infectó.
Asintió despacio.
—¿En serio tenés que verlo?
—Claro que sí —me acerqué, hasta tener mi boca casi pegada a su oreja—. ¿Creés que voy a dejar que andes por ahí con un piercing mal curado?
Soltó una risita nerviosa, pero no se movió.
—Entonces volvé —susurré—. En tres días. A ver cómo va todo… y traé ganas de tomar leche, nena.
Me miró, sorprendida al principio, luego entendió. Bajó la vista, se mordió el labio y asintió otra vez.
—Bueno… entonces nos vemos en tres días.
—Eso espero —le abrí la puerta—. Y esta vez… vení con hambre.
Salió sin decir más, con la cartera colgada al hombro y la cabeza baja. Cerré la puerta tras ella y me quedé un momento allí, quieto, pensando que a veces los piercings también dejan marcas en quien los hace…
El juego había terminado.
Pero ya no era un juego.
Era una cita.
Y recién empezaba...
2 comentarios - Piercing e hielo en los pezones de la hermanita de mi amigo