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putita la niñera 4


El domingo amaneció con una resaca parecía decidido a marear hasta los pensamientos. Me desperté con la boca seca, el eco de la noche anterior todavía golpeándome la cabeza. Lucía, esa maldita tentación, había llegado tarde, tal como acordamos. Pero no estaba preparado para lo que vi cuando entró por la puerta trasera, con los ojos rojos y la cara desencajada. Antes de que pudiera decir algo, se desplomó en una silla del patio y se puso a llorar como si el mundo se le hubiera roto en pedazos. Me quedé parado, con una mezcla de desconcierto y algo oscuro que me apretaba el pecho. “¿Qué mierda te pasa?”, pregunté, intentando sonar duro, pero mi voz salió más suave de lo que quería.
Entre sollozos, Lucía balbuceó que había cortado con su novio. La palabra “novio” me pegó como un puñetazo en la cara. No sabía que tenía uno, y la idea de que alguien más la hubiera tocado, que hubiera estado con ella, me encendió una chispa de celos que no tenía derecho a sentir. Pero al mismo tiempo, una parte de mí, la más enferma, se alegró. Si no había novio, el camino estaba más libre. O más peligroso.
De repente, se levantó y se arrojó contra mí, abrazándome con fuerza, su cara enterrada en mi pecho. Sentí el calor de su cuerpo, el roce de sus tetas contra mi torso, el olor de su pelo mezclado con algo dulce, como vainilla rancia. Mi pija dio un salto, traicionándome otra vez. Intenté mantener la calma, pero mis manos, como si tuvieran vida propia, se posaron en su cintura, justo donde el vestido se ajustaba a su piel. En ese momento, mi mujer, Clara, salió al patio con una bandeja de mate y nos vio. No sé qué esperaba, un grito, una escena, pero en cambio se acercó, dejó la bandeja en la mesa y envolvió a Lucía en un abrazo desde atrás, formando una especie de sándwich conmigo en el medio. “Pobrecita, ¿qué te pasó?”, dijo Clara, con esa ternura que siempre me desarmaba. Pero mi cabeza ya estaba en otro lado. Mientras Lucía sollozaba y Clara la consolaba, yo me imaginé a las dos juntas, enredadas en la cama. Lucía de rodillas, la cara hundida entre las piernas de Clara, lamiendo despacio mientras mi mujer gemía y se retorcía. La imagen era tan vívida que tuve que apretar los dientes para no gruñir.
El resto del día fue un infierno. Lucía se quedó en casa, más callada de lo normal, pero cada vez que pasaba cerca, su mirada me buscaba, como si supiera exactamente qué estaba pensando. Clara, ajena a todo, insistía en que Lucía se quedara a dormir porque esa noche teníamos una fiesta en lo de unos amigos. “No quiero que estés sola si estás así”, le dijo, y Lucía asintió con una sonrisa débil que no me engañó ni un segundo. Yo sabía que ese “trámite” de la mañana había sido una excusa, y ahora ella estaría bajo el mismo techo que nosotros, toda la noche.
La fiesta fue un monton de risas falsas, copas de vino y charlas que no me importaban. Clara estaba radiante, con un vestido negro que le marcaba cada curva, y yo no podía dejar de mirarla, pero también no podía sacarme a Lucía de la cabeza. Cada trago que tomaba avivaba la imagen de ella en la cocina, con mi leche resbalándole por la cara, esa sonrisa suya que me hacía sentir como un títere. Cuando volvimos a casa, pasadas las dos de la mañana, los dos estábamos borrachos, tambaleándonos por el pasillo. Clara se rió, me agarró de la remera y me arrastró al cuarto. “Vení, puto degenerado”, susurró, y eso fue suficiente para encenderme como una fogata.
La tiré en la cama, arrancándole el vestido con más fuerza de la necesaria. Ella se rió, con esa risa ronca que siempre me ponía al borde, y me devolvió el ataque, bajándome el pantalón en un movimiento rápido. No hubo preliminares, no hubo tiempo. La puse en cuatro, el culo en el aire, y me la cogí con una furia que no sabía de dónde venía. Cada bombeo era como si quisiera sacarme algo de adentro, algo que no podía nombrar. Clara gemía fuerte, clavándome las uñas en los brazos, pidiéndome más. “Así, Juan, no pares”, jadeaba, y yo obedecía, perdido en el calor de su cuerpo, en el sonido de la cama crujiendo, en el olor a sexo que llenaba el cuarto. Acabé rápido, como siempre con Clara, sabiendo exactamente el momento en el que ella acaba tambien, derrumbándome sobre ella, todavía temblando, con la pija palpitándome como si no quisiera rendirse.
Clara se quedó dormida casi al instante, el alcohol y el cansancio ganándole. Yo, en cambio, no podía cerrar los ojos. Me levanté, con la pija todavía medio dura, y fui al baño a limpiarme. El pasillo estaba oscuro, solo iluminado por la luz tenue que se colaba desde la cocina. Y ahí estaba Lucía, descalza, con una remera vieja que apenas le cubría los muslos. Me miró, con esos ojos verdes que parecían brillar en la penumbra, y se acercó despacio, como un depredador. No dijo nada al principio, solo estiró la mano y, con un dedo, recogió una gota de semen que todavía colgaba de mi pija. Se la llevó a la boca, chupándola despacio, sin apartar la mirada. “Qué rica lechita, viejo”, susurró, con una voz que era puro veneno dulce. Mi corazón se disparó, y mi pija dio un salto, lista para otra ronda, aunque mi cabeza gritaba que esto era una trampa.
Se dio la vuelta, el borde de la remera subiendo lo justo para dejarme ver un pedazo de su culo, y se alejó hacia su cuarto sin mirar atrás. Me quedé ahí, paralizado, con el cuerpo ardiendo y la cabeza hecha un nudo. Esto no era solo un juego ya. Lucía estaba marcando el ritmo, y yo estaba cayendo más hondo cada segundo. Pero lo peor, lo que me retorcía las tripas, era que no sabía si quería salir de ese pozo. Algo me decía que lo que venía iba a ser un desastre, pero también, en el fondo, una parte de mí lo estaba deseando.

2 comentarios - putita la niñera 4

nukissy4882
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