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El mejor cumpleaños

El mejor cumpleaños



Fue en mi cumpleaños número 28 cuando la volví a ver.

Se abrió la puerta… y ahí estaba ella: Helena. Mi tía. Con un vestido rojo pegadito que le abrazaba el cuerpo como si lo hubieran cosido directo sobre su piel. Sonrió, una sonrisa tranquila pero con ese brillito en los ojos que me mandó de regreso a cuando tenía quince, y la veía reír como si fuera la cosa más hermosa del universo.

Siempre me había gustado. Desde morros. Aunque era mi tía, solo era cuatro años mayor que yo, y cuando era adolescente sentía que esa diferencia era como un abismo. Ahora, ya de adultos, ya no se sentía como nada.

“Feliz cumpleaños, Dani,” me dijo mientras me daba un beso en la mejilla. Pero no fue cualquier beso: se quedó ahí, un segundito más de lo normal, y su perfume... no mames. Vainilla con algo más caliente, como madera mojada en verano.

No la veía desde hacía años. Un pleito familiar nos había separado. Pero esa noche llegó, invitada por mi jefa sin decirme nada. Y ahí estábamos: con una copa de vino en la mano, los dos solos en la cocina, mientras todos los demás estaban en la sala riéndose de alguna tontería.
“Ya creciste… esos ojos tuyos siempre me miraban como si quisieras preguntarme algo, pero nunca te atrevías,” dijo, sin dejar de verme.

Tragué saliva. No pensé. Solo lo dije:
“Siempre estuve enamorado de ti.”
Helena ladeó la cabeza y sonrió con una ceja levantada. “¿Siempre estuviste?”
No contesté. Solo me acerqué. Y ella no se movió.
“Tal vez,” murmuró, “nada más estábamos esperando el momento correcto.”
La vela que estaba sobre la mesa parpadeó. La música sonaba suave en el fondo. Pero entre nosotros dos… el aire estaba denso. Cargado. Años de silencio, de fantasías calladas, de miradas no devueltas. Y de repente, todo estaba a punto de estallar.

Helena no se echó para atrás cuando me le acerqué. Al contrario, parecía que ya lo esperaba. Sus ojos brillaban con un fuego que me hizo olvidar que estábamos en casa de mi mamá.
“No dejé de pensar en ti,” le dije bajito, con la voz rasposa.

Se me acercó más, apenas separando los labios. “Entonces haz algo al respecto.”
Y la besé. Nada de suavecito, nada de titubeos. Fue un beso con años de ganas acumuladas. Ella me respondió con todo, metiendo sus manos en mi pelo, jalándome más, como si también lo hubiera soñado mil veces. Su lengua jugaba con la mía, primero lento, luego salvaje. El tiempo se rompió en ese instante.

“¿Mi cuarto?” le pregunté, con el corazón reventándome el pecho. Ella aceptó con una sonrisa que no había visto antes. “Vamos”

La llevé por el pasillo hasta mi habitación. Pequeña, callada, lejos del ruido. Cerró la puerta con seguro, y antes de decir una sola palabra más, volvió a besarme, esta vez en el cuello, mientras me desabotonaba la camisa como si ya lo hubiera practicado.

“Siempre lo supe,” murmuró al oído. “Cada vez que me mirabas… me quemabas.”

Le agarré la cintura, la jalé. Su vestido subió solito, y cuando vi que no traía nada debajo, se me fue el aire.

“No mames, Helena…”

“Tócame,” dijo, con esa voz ronquita que casi me hace venirme ahí mismo.

Y claro que la toqué. Le recorrí la piel con las manos, besándole las piernas, bajando hasta que la tuve frente a mí. Le di lo que había imaginado tantas veces. Ella se agarró de mi pelo, moviéndose, jadeando, mordiéndose los labios para no gritar.

“Así, cabrón... no pares…”

Cuando se vino, tembló completa. Yo la agarré fuerte para que no se cayera. Luego me jaló hacia arriba, me desabrochó el pantalón y me lo bajó de un jalón. Ya estaba que no aguantaba más.

“Te quiero dentro de mí,” dijo, poniéndose de puntitas y envolviéndome con una pierna. “Ahorita.”

Me metí en ella lento, pero firme. Los dos gemimos. Sentirla así, caliente, mojada, apretándome... fue como una droga. Nos agarramos con todo, moviéndonos sobre la cama, ella agarrada de mi cuello, yo empujando más y más hondo.

No hablábamos. Solo nos escuchábamos: la respiración, los gemidos, los golpecitos sordos de la cama contra la pared. Ella me apretaba como si quisiera que me quedara dentro para siempre.
Cuando nos vinimos, fue al mismo tiempo. Fue brutal y hermoso. Algo que no se puede explicar.

Como si por fin todo encajara.

Después, todavía entrelazados, con el corazón desbocado, me susurró al oído: “Feliz cumpleaños, mi niño.”

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