El baño del bar estaba a media luz, con ese olor a desinfectante barato mezclado con perfume dulzón. La música de cumbia rebajada se colaba por debajo de la puerta, pero adentro, el aire se sentía pesado, cargado. Estábamos vos y yo, Sol, solas, después de meses de miradas que se escapaban, de roces que no eran casuales, de charlas hasta las tres de la mañana que siempre terminaban con un “che, qué lindo esto, ¿no?”. Éramos amigas, pero algo había cambiado. Y esa noche, en ese baño mugriento, con el espejo empañado y el lavabo goteando, no hubo vuelta atrás.
Te miré mientras te apoyabas contra la pared de azulejos blancos, con esa remera negra ajustada que dejaba ver el contorno de tus hombros. Tus ojos, brillosos por el ferneti y algo más, me clavaron. “¿Qué hacemos, boluda?”, susurraste, pero tu sonrisa pícara decía que ya lo sabías. Me acerqué, el corazón me latía en la garganta. “Lo que quieras”, te dije, y mi voz salió más grave de lo que esperaba.
Tus manos encontraron mi cintura, y de repente estabas tan cerca que sentí tu aliento cálido en mi cara. Nos besamos, y fue un incendio. Tus labios eran suaves, pero el beso fue urgente, hambriento. Mordí tu labio inferior, y vos soltaste un gemidito que me hizo hervir la sangre. “Sos una loca”, murmuraste contra mi boca, y yo sonreí mientras te empujaba despacito contra la pared. Mis manos se colaron bajo tu remera, y tu piel era tan cálida, tan suave, que me perdí. Acaricié tus costillas, subí hasta el borde de tu corpiño, y vos arqueaste la espalda, invitándome.
“No tenemos mucho tiempo”, dijiste, pero tu voz temblaba, y supe que no querías parar. Te desabroché el jean con dedos torpes, y vos hiciste lo mismo con el mío. Nos reímos, nerviosas, pero el deseo nos ganó. Bajé tu jean y tu ropa interior de un tirón, y vos te mordiste el labio, mirándome con esos ojos que me deshacían. Me arrodillé frente a vos, el piso frío contra mis rodillas, y te miré desde abajo. “¿Estás segura?”, pregunté, aunque ya sabía la respuesta. “Dale, no seas mala”, susurraste, y tu voz era puro fuego.
Te acaricié con la punta de los dedos, explorando, y vos suspiraste, apoyando la cabeza contra la pared. Cuando mi lengua te encontró, soltaste un gemido que me erizó la piel. Fue suave al principio, un roce lento, pero tus manos se enredaron en mi pelo, pidiéndome más. Aceleré, siguiendo el ritmo de tus caderas, de tus jadeos. “Boluda, qué bien lo hacés”, murmuraste, y yo sonreí contra tu piel, sin parar. Mis manos apretaron tus muslos, y vos te moviste contra mí, cada vez más rápido, hasta que un temblor te recorrió y ahogaste un grito.
Te levantaste, todavía jadeando, y me jalaste hacia vos. “Ahora vos”, dijiste, con esa mirada traviesa que me mataba. Me subiste al borde del lavabo, y el metal frío contra mi piel me hizo estremecer. Tus manos fueron rápidas, seguras, y cuando tus dedos me tocaron, cerré los ojos y me entregué. Fue intenso, casi demasiado, pero no quería que pararas. Me besaste el cuello, mordisqueaste mi oreja, y yo me aferré a tus hombros, gimiendo bajito. “Sol, no pares, por favor”, susurré, y vos te reíste, suave, mientras seguías moviéndote, llevándome al borde.
El tiempo se deshizo, pero no pasaron más de cuatro minutos. El mundo afuera no existía. Solo estábamos vos y yo, en ese baño cutre, con el corazón a mil y la piel ardiendo. Cuando todo terminó, nos miramos, agitadas, con una mezcla de risa y ternura. “¿Y ahora qué, amiga?”, preguntaste, acomodándote el pelo. Yo sonreí, todavía temblando. “Ahora seguimos, pero en otro lado”. Y las dos supimos que eso recién empezaba.
Te miré mientras te apoyabas contra la pared de azulejos blancos, con esa remera negra ajustada que dejaba ver el contorno de tus hombros. Tus ojos, brillosos por el ferneti y algo más, me clavaron. “¿Qué hacemos, boluda?”, susurraste, pero tu sonrisa pícara decía que ya lo sabías. Me acerqué, el corazón me latía en la garganta. “Lo que quieras”, te dije, y mi voz salió más grave de lo que esperaba.
Tus manos encontraron mi cintura, y de repente estabas tan cerca que sentí tu aliento cálido en mi cara. Nos besamos, y fue un incendio. Tus labios eran suaves, pero el beso fue urgente, hambriento. Mordí tu labio inferior, y vos soltaste un gemidito que me hizo hervir la sangre. “Sos una loca”, murmuraste contra mi boca, y yo sonreí mientras te empujaba despacito contra la pared. Mis manos se colaron bajo tu remera, y tu piel era tan cálida, tan suave, que me perdí. Acaricié tus costillas, subí hasta el borde de tu corpiño, y vos arqueaste la espalda, invitándome.
“No tenemos mucho tiempo”, dijiste, pero tu voz temblaba, y supe que no querías parar. Te desabroché el jean con dedos torpes, y vos hiciste lo mismo con el mío. Nos reímos, nerviosas, pero el deseo nos ganó. Bajé tu jean y tu ropa interior de un tirón, y vos te mordiste el labio, mirándome con esos ojos que me deshacían. Me arrodillé frente a vos, el piso frío contra mis rodillas, y te miré desde abajo. “¿Estás segura?”, pregunté, aunque ya sabía la respuesta. “Dale, no seas mala”, susurraste, y tu voz era puro fuego.
Te acaricié con la punta de los dedos, explorando, y vos suspiraste, apoyando la cabeza contra la pared. Cuando mi lengua te encontró, soltaste un gemido que me erizó la piel. Fue suave al principio, un roce lento, pero tus manos se enredaron en mi pelo, pidiéndome más. Aceleré, siguiendo el ritmo de tus caderas, de tus jadeos. “Boluda, qué bien lo hacés”, murmuraste, y yo sonreí contra tu piel, sin parar. Mis manos apretaron tus muslos, y vos te moviste contra mí, cada vez más rápido, hasta que un temblor te recorrió y ahogaste un grito.
Te levantaste, todavía jadeando, y me jalaste hacia vos. “Ahora vos”, dijiste, con esa mirada traviesa que me mataba. Me subiste al borde del lavabo, y el metal frío contra mi piel me hizo estremecer. Tus manos fueron rápidas, seguras, y cuando tus dedos me tocaron, cerré los ojos y me entregué. Fue intenso, casi demasiado, pero no quería que pararas. Me besaste el cuello, mordisqueaste mi oreja, y yo me aferré a tus hombros, gimiendo bajito. “Sol, no pares, por favor”, susurré, y vos te reíste, suave, mientras seguías moviéndote, llevándome al borde.
El tiempo se deshizo, pero no pasaron más de cuatro minutos. El mundo afuera no existía. Solo estábamos vos y yo, en ese baño cutre, con el corazón a mil y la piel ardiendo. Cuando todo terminó, nos miramos, agitadas, con una mezcla de risa y ternura. “¿Y ahora qué, amiga?”, preguntaste, acomodándote el pelo. Yo sonreí, todavía temblando. “Ahora seguimos, pero en otro lado”. Y las dos supimos que eso recién empezaba.
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