Les dejo la segunda parte pajeros
En el estacionamiento del antro, el aire fresco de la noche contrastaba con el calor que emanaba de nuestros cuerpos. Mi madre, tambaleándose apenas, se apoyó en mi hombro mientras yo abría la puerta del auto con un gesto exagerado.
—Qué caballero… —murmuró, riéndose entre dientes—. ¿A cuántas más les haces esto, Máximo?
—A ninguna, como crees —respondí, ajustando el cinturón de seguridad por ella—. Soy un pinche feo, ¿quién me va a hacer caso?
Ella me miró con esos ojos vidriosos por el alcohol, pero con una lucidez que me atravesó.
—No es ser guapo, hijo —dijo, acariciándome la mejilla con una ternura que no esperaba—. Es… esto. Lo varonil que eres, lo atento. Hasta me haces sentir como una chamaca otra vez.
Se acomodó en el asiento, y el vestido negro se corrió aún más, revelando el borde de sus panties de encaje. No hizo ningún intento por cubrirse.
Mientras manejaba, noté que su mirada bajaba constantemente hacia mi entrepierna. La erección que llevaba desde el antro aún no cedía, marcando claramente el pantalón.
—Ay, hijo… —suspiró, juguetona—. Traes el arma bien cargada, ¿eh?
—Desde que te vi con ese vestido —confesé, sin quitar la vista del camino.
Ella dudó un segundo, pero luego, con una audacia que solo el tequila podía explicar, apoyó su mano sobre mi bulto y lo apretó suavemente.
—Uy… —murmuró, palpándome a través de la tela—. ¿Siempre andas así?
—Solo cuando me excita una mujer como tú —respondí, conteniendo un gemido.
"Es… pequeño"
Con un movimiento audaz, bajé el cierre de mi pantalón y saqué mi miembro, ya completamente erecto. El aire frío del aire acondicionado lo hizo palpitar.
—¿Quieres verlo? —pregunté, desafiante.
Ella no respondió, pero no apartó la vista.
Su mano, más pequeña de lo que recordaba, se cerró alrededor de mí y comenzó a acariciarme con curiosidad.
—Mmm… —comparó el tamaño con su palma y, de pronto, una risa escapó de sus labios.
—¿Qué? —pregunté, ofendido pero riendo.
—Es… pequeño —dijo, entre carcajadas.
—¡Pinche vieja borracha! —reí, aunque me excitó aún más su descaro—. ¿Ahora me humillas?
—No, es lindo… —jugueteó con la punta—. Como de muñequito.
Nos reímos como cómplices, pero sus dedos no dejaron de moverse, lentos, experimentales, como si redescubriera mi cuerpo.
El auto olía a tequila y a deseo. Con un movimiento brusco, agarré su cabeza y la guié hacia mi entrepierna.
Ella no se resistió. Sus labios, aún manchados de ese rojo oscuro, se abrieron instintivamente cuando la punta de mi miembro rozó su boca. Un gemido ahogado escapó de su garganta, pero no fue de protesta.
—Mmmf… —vibró contra mi piel, probándome con la lengua primero, tímida, antes de hundirse más.
El auto seguía en movimiento, pero ya no importaba. Desvié el rumbo hacia una calle oscura, estacionándonos entre sombras.
—Máximo… —jadeó al separarse un segundo, saliva brillando en sus labios—. Espera… mejor vamos a tu cuarto.
Su voz temblaba, pero sus ojos decían otra cosa.
Antes de que las puertas se abrieran en mi piso, la levanté en brazos como si fuera una novia en su noche de bodas.
—¡Ay! —gritó, riendo, pero sus piernas ya se enroscaban alrededor de mi cintura.
Sus besos sabían a alcohol y a culpa, frenéticos, húmedos, como si llevara años esperando esto.
—Pareces una colegiala —murmuré contra su boca, sintiendo cómo sus uñas se clavaban en mi espalda—. ¿Cuánto tiempo llevas soñando con esto?
Ella no respondió. Solo mordió mi labio inferior, dejando un moretón que ardería por horas.
Al cruzar la puerta, la empujé contra la cama sin ceremonia. El vestido negro ya estaba arrugado, empapado de sudor y deseo.
—En cuatro… —ordené, dándole una nalgada que resonó en el cuarto.
—Espera, hijo, yo… —protestó débilmente, pero ya estaba doblando la espalda, presentándome ese culo que había estado tentándome toda la noche.
No hubo preámbulos. Subí su vestido de un tirón, aparté la tanga de encaje con los dientes y, sin aviso, la embestí con todo mi peso.
—¡Agh! ¡Hijo de su…! —gritó, arqueándose como un gato en celo cuando mi miembro desapareció dentro de ella, hasta el fondo.
El calor era infernal, apretado como un puño, y su espalda se curvó aún más cuando comencé a moverme.
—Así… así… —gemía entre dientes, empujando sus pompas contra mí—. Más duro, Máximo…
Mis caderas chocaban contra sus pompas con un ritmo animal, el sonido húmedo de nuestra fricción llenando el cuarto. Pero entonces lo noté—un exceso de lubricación que no cuadraba con solo su excitación.
Al sacar mi miembro, la luz del velador reveló el brillo espeso y blanquecino que lo cubría.
Ella volteó, sus ojos borrachos pero ahora llenos de vergüenza.
—Por eso quería esperar… —jadeó—. Quería bañarme primero.
Mi sorpresa se transformó en algo más oscuro, algo eléctrico. Sin pensarlo, la empujé boca arriba y hundí mi cara entre sus muslos, lamiendo con ferocidad.
—¡Ay, Máximo! —gritó, sus dedos enredándose en mi pelo—. ¿Qué haces?
Me separé, mi barba brillante con sus fluidos mezclados.
—Ya estoy acostumbrado —dije, riendo pero con un gruñido ronco—
Ella soltó una carcajada incómoda, pero sus piernas temblaban.
—¿En serio te prende esto? —preguntó, mirándome con curiosidad perversa—. ¿O es porque tu puta esposa se metió con tu primo?
El aire se salió de mis pulmones.
—¿Cómo mierda sabes eso? —escupí, agarrando sus muslos con más fuerza.
Sus ojos brillaron con malicia.
—Este pueblo es un pañuelo, hijo. Todos lo saben… hasta tu papá.
La revelación me golpeó como un puño, pero en lugar de enfurecerme, sentí cómo mi verga, ya semi-flácida, volvía a palpitar con fuerza.
—Entonces esto es venganza —murmuró ella, extendiendo una mano para acariciarme—. por pendeja y por tratarte mal.
Mis dedos se hundían en sus caderas, marcándole moretones mientras mi miembro palpitaba contra su entrada trasera, ya lubricada pero aún tensa.
—Ponte en cuatro, mamá —gruñí, mordiendo su hombro—. A Alia le pasa esto por puta…
Ella soltó una risa entrecortada, borracha y nerviosa.
—¡Ay, qué hijo tan maldito! —gritó cuando sentí cómo su cuerpo se resistía al primer empujón—. ¡Espera, pendejo, no así!
Pero ya era tarde. La embestí de un solo golpe, hasta el fondo, sintiendo cómo sus músculos internos se contraían alrededor de mí como un puño caliente.
—¡Aaah, cabrón! —aulló, clavando las uñas en las sábanas—. ¡Te voy a matar!
Sin embargo, no me aparté. Mis manos se cerraron alrededor de su cintura, manteniéndola en su lugar mientras comenzaba a moverme, lento al principio, luego con una furia que la hacía gemir entre insultos y jadeos.
Pasaron minutos antes de que su cuerpo dejara de luchar. Entonces lo sentí—un temblor en sus muslos, un arqueo en su espalda.
—Maldito… —murmuró, pero ya empujaba sus pompas contra mí, pidiendo más.
—Voy a terminar —avisé, sintiendo el calor acumulándose en mi base—. Pídemelo. Como le pedías a papá.
Ella giró la cabeza, sus labios hinchados por los besos formando una sonrisa perversa.
—Échamelos todos, cabrón —susurró, y eso fue suficiente.
Reventé dentro de ella, una descarga tras otra, hasta que mis rodillas casi cedieron. Cuando por fin me separé, un hilo blanco y espeso goteó por sus muslos.
Nos derrumbamos en la cama, sudorosos y jadeantes. Ella fue la primera en reír, un sonido ronco y satisfecho.
—De todas las veces… —dijo, mirándome con ojos brillantes—, esta fue la mejor.
Yo sonreí, acariciando su pelo revuelto.
—Siempre que quieras, mamá.
En el estacionamiento del antro, el aire fresco de la noche contrastaba con el calor que emanaba de nuestros cuerpos. Mi madre, tambaleándose apenas, se apoyó en mi hombro mientras yo abría la puerta del auto con un gesto exagerado.
—Qué caballero… —murmuró, riéndose entre dientes—. ¿A cuántas más les haces esto, Máximo?
—A ninguna, como crees —respondí, ajustando el cinturón de seguridad por ella—. Soy un pinche feo, ¿quién me va a hacer caso?
Ella me miró con esos ojos vidriosos por el alcohol, pero con una lucidez que me atravesó.
—No es ser guapo, hijo —dijo, acariciándome la mejilla con una ternura que no esperaba—. Es… esto. Lo varonil que eres, lo atento. Hasta me haces sentir como una chamaca otra vez.
Se acomodó en el asiento, y el vestido negro se corrió aún más, revelando el borde de sus panties de encaje. No hizo ningún intento por cubrirse.
Mientras manejaba, noté que su mirada bajaba constantemente hacia mi entrepierna. La erección que llevaba desde el antro aún no cedía, marcando claramente el pantalón.
—Ay, hijo… —suspiró, juguetona—. Traes el arma bien cargada, ¿eh?
—Desde que te vi con ese vestido —confesé, sin quitar la vista del camino.
Ella dudó un segundo, pero luego, con una audacia que solo el tequila podía explicar, apoyó su mano sobre mi bulto y lo apretó suavemente.
—Uy… —murmuró, palpándome a través de la tela—. ¿Siempre andas así?
—Solo cuando me excita una mujer como tú —respondí, conteniendo un gemido.
"Es… pequeño"
Con un movimiento audaz, bajé el cierre de mi pantalón y saqué mi miembro, ya completamente erecto. El aire frío del aire acondicionado lo hizo palpitar.
—¿Quieres verlo? —pregunté, desafiante.
Ella no respondió, pero no apartó la vista.
Su mano, más pequeña de lo que recordaba, se cerró alrededor de mí y comenzó a acariciarme con curiosidad.
—Mmm… —comparó el tamaño con su palma y, de pronto, una risa escapó de sus labios.
—¿Qué? —pregunté, ofendido pero riendo.
—Es… pequeño —dijo, entre carcajadas.
—¡Pinche vieja borracha! —reí, aunque me excitó aún más su descaro—. ¿Ahora me humillas?
—No, es lindo… —jugueteó con la punta—. Como de muñequito.
Nos reímos como cómplices, pero sus dedos no dejaron de moverse, lentos, experimentales, como si redescubriera mi cuerpo.
El auto olía a tequila y a deseo. Con un movimiento brusco, agarré su cabeza y la guié hacia mi entrepierna.
Ella no se resistió. Sus labios, aún manchados de ese rojo oscuro, se abrieron instintivamente cuando la punta de mi miembro rozó su boca. Un gemido ahogado escapó de su garganta, pero no fue de protesta.
—Mmmf… —vibró contra mi piel, probándome con la lengua primero, tímida, antes de hundirse más.
El auto seguía en movimiento, pero ya no importaba. Desvié el rumbo hacia una calle oscura, estacionándonos entre sombras.
—Máximo… —jadeó al separarse un segundo, saliva brillando en sus labios—. Espera… mejor vamos a tu cuarto.
Su voz temblaba, pero sus ojos decían otra cosa.
Antes de que las puertas se abrieran en mi piso, la levanté en brazos como si fuera una novia en su noche de bodas.
—¡Ay! —gritó, riendo, pero sus piernas ya se enroscaban alrededor de mi cintura.
Sus besos sabían a alcohol y a culpa, frenéticos, húmedos, como si llevara años esperando esto.
—Pareces una colegiala —murmuré contra su boca, sintiendo cómo sus uñas se clavaban en mi espalda—. ¿Cuánto tiempo llevas soñando con esto?
Ella no respondió. Solo mordió mi labio inferior, dejando un moretón que ardería por horas.
Al cruzar la puerta, la empujé contra la cama sin ceremonia. El vestido negro ya estaba arrugado, empapado de sudor y deseo.
—En cuatro… —ordené, dándole una nalgada que resonó en el cuarto.
—Espera, hijo, yo… —protestó débilmente, pero ya estaba doblando la espalda, presentándome ese culo que había estado tentándome toda la noche.
No hubo preámbulos. Subí su vestido de un tirón, aparté la tanga de encaje con los dientes y, sin aviso, la embestí con todo mi peso.
—¡Agh! ¡Hijo de su…! —gritó, arqueándose como un gato en celo cuando mi miembro desapareció dentro de ella, hasta el fondo.
El calor era infernal, apretado como un puño, y su espalda se curvó aún más cuando comencé a moverme.
—Así… así… —gemía entre dientes, empujando sus pompas contra mí—. Más duro, Máximo…
Mis caderas chocaban contra sus pompas con un ritmo animal, el sonido húmedo de nuestra fricción llenando el cuarto. Pero entonces lo noté—un exceso de lubricación que no cuadraba con solo su excitación.
Al sacar mi miembro, la luz del velador reveló el brillo espeso y blanquecino que lo cubría.
Ella volteó, sus ojos borrachos pero ahora llenos de vergüenza.
—Por eso quería esperar… —jadeó—. Quería bañarme primero.
Mi sorpresa se transformó en algo más oscuro, algo eléctrico. Sin pensarlo, la empujé boca arriba y hundí mi cara entre sus muslos, lamiendo con ferocidad.
—¡Ay, Máximo! —gritó, sus dedos enredándose en mi pelo—. ¿Qué haces?
Me separé, mi barba brillante con sus fluidos mezclados.
—Ya estoy acostumbrado —dije, riendo pero con un gruñido ronco—
Ella soltó una carcajada incómoda, pero sus piernas temblaban.
—¿En serio te prende esto? —preguntó, mirándome con curiosidad perversa—. ¿O es porque tu puta esposa se metió con tu primo?
El aire se salió de mis pulmones.
—¿Cómo mierda sabes eso? —escupí, agarrando sus muslos con más fuerza.
Sus ojos brillaron con malicia.
—Este pueblo es un pañuelo, hijo. Todos lo saben… hasta tu papá.
La revelación me golpeó como un puño, pero en lugar de enfurecerme, sentí cómo mi verga, ya semi-flácida, volvía a palpitar con fuerza.
—Entonces esto es venganza —murmuró ella, extendiendo una mano para acariciarme—. por pendeja y por tratarte mal.
Mis dedos se hundían en sus caderas, marcándole moretones mientras mi miembro palpitaba contra su entrada trasera, ya lubricada pero aún tensa.
—Ponte en cuatro, mamá —gruñí, mordiendo su hombro—. A Alia le pasa esto por puta…
Ella soltó una risa entrecortada, borracha y nerviosa.
—¡Ay, qué hijo tan maldito! —gritó cuando sentí cómo su cuerpo se resistía al primer empujón—. ¡Espera, pendejo, no así!
Pero ya era tarde. La embestí de un solo golpe, hasta el fondo, sintiendo cómo sus músculos internos se contraían alrededor de mí como un puño caliente.
—¡Aaah, cabrón! —aulló, clavando las uñas en las sábanas—. ¡Te voy a matar!
Sin embargo, no me aparté. Mis manos se cerraron alrededor de su cintura, manteniéndola en su lugar mientras comenzaba a moverme, lento al principio, luego con una furia que la hacía gemir entre insultos y jadeos.
Pasaron minutos antes de que su cuerpo dejara de luchar. Entonces lo sentí—un temblor en sus muslos, un arqueo en su espalda.
—Maldito… —murmuró, pero ya empujaba sus pompas contra mí, pidiendo más.
—Voy a terminar —avisé, sintiendo el calor acumulándose en mi base—. Pídemelo. Como le pedías a papá.
Ella giró la cabeza, sus labios hinchados por los besos formando una sonrisa perversa.
—Échamelos todos, cabrón —susurró, y eso fue suficiente.
Reventé dentro de ella, una descarga tras otra, hasta que mis rodillas casi cedieron. Cuando por fin me separé, un hilo blanco y espeso goteó por sus muslos.
Nos derrumbamos en la cama, sudorosos y jadeantes. Ella fue la primera en reír, un sonido ronco y satisfecho.
—De todas las veces… —dijo, mirándome con ojos brillantes—, esta fue la mejor.
Yo sonreí, acariciando su pelo revuelto.
—Siempre que quieras, mamá.

2 comentarios - Llevé a bailar a mi mamá y terminamos cogiendo II