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La nueva empleada de la finca

Desde que me vine a vivir solo por un tiempo a la finca de mi familia, en las afueras de la ciudad, los días eran más tranquilos pero a veces también muy solitarios. El calor del mediodía, el canto de las aves y el sonido del viento entre los árboles acompañaban mi rutina. Pero todo cambió un lunes, cuando llegó ella.

Se llamaba Carla, una mujer negra hermosa, de unos 32 años, enviada por una señora amiga de mi mamá para que ayudara con el aseo de la casa. Desde que se bajó del mototaxi, quedé en silencio. Vestía una blusa ajustada, sin mangas, que dejaba ver el sudor bajándole por el cuello y marcaba perfectamente sus pechos: ni grandes ni pequeños, pero con una forma provocadora. Llevaba un jean apretado que no podía esconder ese culo redondo, firme, como tallado por el mismísimo deseo. Su piel morena brillaba bajo el sol, y el cabello lo llevaba recogido en un moño improvisado.

—Buenos días —dijo con una voz suave, mordiéndose el labio como si le diera pena.

—Buenos... tú debes ser Carla, ¿cierto? —le respondí, sintiendo que la miraba más de la cuenta—. Yo soy Andrés.

Entró con una sonrisa tímida. Desde el primer momento, esa mezcla de su actitud reservada, su cuerpo ardiente y ese olor a sudor limpio, mezclado con algún jabón barato, me empezó a revolver el pensamiento. Yo trataba de comportarme normal, pero cada vez que pasaba cerca, el olor de su piel, de su ropa, de sus pies descalzos al quitarse los zapatos para trapear… me jodía la cabeza.

Pasaron los días y Carla se volvió parte de la rutina. Siempre llegaba temprano, con una camisilla ajustada o una camiseta vieja que le marcaba todo el cuerpo, y unos leggings o shortcitos que hacían imposible no mirarla. Yo intentaba mantener la distancia, pero el morbo se me acumulaba en cada gesto, cada suspiro que soltaba mientras barría, cada vez que levantaba los brazos y su blusa se le subía un poco, mostrando el ombligo y parte de su abdomen plano y provocador.

Pero lo que más me trastornaba eran sus pies. Siempre andaba descalza dentro de la casa después de trapear, y yo fingía que estaba leyendo o en el computador, pero la espiaba mientras caminaba. Tenía los dedos largos, cuidados, uñas pintadas de blanco y la planta un poco sucia del suelo caliente. A veces se sentaba un momentico en la terraza, se quitaba los zapatos y movía los dedos distraída. Una vez, dejó unas sandalias plásticas al lado del sofá, y sin pensarlo, me acerqué cuando se fue al baño. El olor era fuerte, agrio, y tan real que se me paró al instante.

Esa noche, me masturbé como nunca, imaginándome besándole los pies, metiendo la nariz entre sus dedos sudados, lamiéndole las plantas mientras ella se reía tímida, diciendo que eso era una locura.

Una tarde de calor fuerte, Carla llegó con una faldita negra suelta y una blusa blanca sin mangas. No llevaba brasier. Sus pezones se marcaban discretos, y el sudor ya le brillaba en el cuello y las axilas apenas se bajó de la moto. Me ofrecí a traerle una limonada.

—Gracias, don Andrés… —me dijo bajando la mirada, con ese tono suave que me ponía a temblar.

—Llámame Andrés. Nada de “don”.

Esa tarde me quedé en casa mientras ella limpiaba el cuarto de huéspedes. La escuchaba cantando suave mientras barría, y el roce de la escoba con el suelo me encendía. Pasé por el pasillo y la vi agachada, limpiando debajo de la cama. Su falda se subió un poco y me mostró una parte de sus panties, unas de algodón claro, algo manchadas de sudor por detrás. Me quedé paralizado.

—Ay, disculpe —dijo, parándose rápido y bajándose la falda—. No sabía que estaba ahí.

—Tranquila —le dije, disimulando la erección que ya sentía—. Solo iba a mirar si necesitabas algo.

Pero no pude aguantar. Esa noche entré al cuarto de huéspedes, fingiendo revisar algo, y ahí estaban: sus panties usados tirados en una esquina del baño, húmedos, cálidos aún. Me los llevé al cuarto como si cargara oro. Me los llevé a la cara, cerré los ojos… y ese olor entre dulce y agrio, mezclado con su sudor corporal y su aroma vaginal natural, me hizo acabar sin tocarme casi. Me quedé dormido con ellos en la mano.

Desde ese día, mi deseo creció. Pero también creció la tensión entre los dos.

Un viernes, se quedó más tarde de lo habitual. Cayó un aguacero, y no pudo irse. Le ofrecí quedarse en el cuarto de huéspedes.

—¿Segura que no te molesta? —preguntó, temblando un poco por el frío.

—Para nada. Tranquila, estás en confianza.

Le llevé una cobija y vi que se estaba quitando la camiseta, quedando solo en brassier. Me volteé, pero ella no dijo nada. Solo se metió bajo la cobija.

Esa noche no dormí.

En la madrugada, bajé al baño. La puerta del cuarto estaba entreabierta. Pasé lento… y la vi dormida, de lado, con una pierna sobre la otra, y la falda subida casi hasta la cintura. No llevaba panties. Me acerqué despacio, con el corazón explotándome.

Su olor era aún más fuerte, más íntimo. Me acerqué a su espalda, y sin tocarla, la olí. Ese aroma crudo, sucio, caliente… era mejor que cualquier perfume. Me bajé el pantalón y me pajeé en silencio, oliéndola, mirándole el culo y los pies. Cuando estaba por venirme, ella se movió.

—¿Andrés…? —susurró, medio dormida, medio consciente.

—Perdón… no pude resistirme —dije, con la voz ronca, el pene en la mano y el cuerpo temblando.

Ella no se asustó. Solo me miró con los ojos entrecerrados y dijo:

—¿Te gustan mis olores…? Mis pies… ¿cierto?

Me quedé en silencio.

—Tranquilo —susurró—. Yo también te he sentido mirándome… oliendo mis cosas. Y no me molesta.

Se destapó lentamente, abriendo las piernas. Su sexo estaba húmedo, brilloso, con los labios abiertos y calientes.

—Ven… si vas a olerme… hazlo bien.

Me tiré de rodillas y le metí la nariz entre las piernas. Su aroma era tan fuerte que casi me vengo otra vez sin tocarme. Empecé a lamerla con desesperación, besándole el clítoris, la rajita sudada, su ano tenso, hasta que me empujó con las piernas y se vino con un gemido apagado por la cobija.

Después me puso los pies en la cara.

—Límpiamelos con la lengua, Andrés…

Y así lo hice, mientras me pajeaba con la otra mano. Me vine encima de sus pantys usados, que ella me metió en la boca después, con una sonrisa entre tímida y morbosa.

Esa noche no fue la única.

Y desde entonces, Carla no solo limpia la casa. También me limpia el alma… con sudor, pies y deseo.

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