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el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 6

el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 6


Desde suencuentro en la verde senda con el aldeano cuya
simplicidad tantola había interesado, Cielo Riveros había meditado
sobre lasexpresiones utilizadas por éste y sobre la
extraordinariarevelación de la complicidad de su padre en
sus aventuras.Estaba claro que su mente era de una simpleza
rayana en laidiotez, y a juzgar por su afirmación de que su
padre no era taninteligente como él, dio por sentado que la
enfermedad eracongénita, y se preguntó si de veras los
órganos degeneración del padre poseían proporciones
iguales o —comohabía declarado el chico— incluso mayores.
 
Yo veíaclaramente, pues Cielo Riveros pensaba a veces en voz
alta, que lajoven no tenía en mucho la opinión de su tío, ni
temía ya al padreAmbrose. Sin duda estaba resuelta a seguir
su propio camino,fuera cual fuere, y por consiguiente no me
asombré enabsoluto cuando al día siguiente, más o menos a
la misma hora, mela encontré dirigiendo sus pasos hacia los
prados.
 
En un campo muycerca de donde había presenciado el
encuentro sexualentre el caballo y su compañera, Cielo Riveros
descubrió al mozoocupado en alguna sencilla labor agrícola,
y junto a él vioa otra persona, un hombre alto y
notablementemoreno de unos cuarenta y cinco años de edad.
 
No bien losdivisó, el mozo reparó a su vez en la damita, y
corriendo haciaella, tras dar al parecer una breve explicación
a su compañero,demostró su dicha con una amplia sonrisa.
 
—Ése es mi padre—dijo al tiempo que señalaba por
encima delhombro—, venga usted y dele un meneo.
 
—¡Qué pocavergúenza, granujilla! —exclamó Cielo Riveros,
mucho másinclinada a la risa que al enfado—. ¿Cómo te
atreves a usarsemejante lenguaje?
 
—¿Para qué havenido entonces? —preguntó el chico—.
 
 
¿No ha venidopara follar?
 
Habían llegado adonde estaba el hombre, que hincó la
pala en la tierray empezó a sonreír a la muchacha de un
modo muy similara su hijo.
 
Era fuerte y debuena constitución, y por su modo de
comportarse, CieloRiveros vio que el chico le había puesto al
corriente de losdetalles de su primer encuentro.

—Mire a mi padre,¿no le parece un cachondo? —
comentó eljoven—. ¡Ah, debería verle joder!
 
No intentabadisimular; a todas luces, los dos se entendían
bien y sonrieronmás que nunca. El padre pareció tomarse lo
que había dichosu hijo como un gran cumplido, pero clavó
la mirada en ladelicada damita —pues seguramente no había
visto antes aninguna como ella—, y fue imposible
malinterpretar elansia sensual que traslucían sus grandes
ojos negros.
 
Cielo Riverosempezó a desear no haber ido.
 
—Me gustaríamostrarle el gran chisme de mi padre —
dijo el mozo, yaunando la acción a la palabra, comenzó a
desabrochar lospantalones de su respetable progenitor.
 
Cielo Riveros setapó los ojos e hizo amago de retirarse. Al
instante, el hijose colocó detrás de ella. De este modo, le
impidió queescapara corriendo hacia la vereda.
 
—Me gustaríafollármela —exclamó el padre con voz
ronca—. A Timtambién le gustaría follársela, de modo que
no debe irsetodavía. ¡Quédese y déjese joder!
 
Cielo Riverosestaba asustada de veras.
 
—No puedo —dijo—.Dejadme marchar. No me retengáis
de este modo. Nome obliguéis a nada. Dejadme marchar...
¿Adónde melleváis?
 
Había un pequeñocobertizo en un extremo del campo, y
ahora estaban yaen la puerta. Al instante, la pareja la había
metido dentro,había cerrado la puerta y cruzado una larga
tranca de maderatras ellos.
 
Cielo Riverosmiró a su alrededor y vio que el lugar estaba limpio
y cubierto dehaces de heno. Toda resistencia era inútil. Lo
mejor sería quese estuviera quieta; después de todo, tal vez
la extraña parejano le hiciera daño. Reparó, no obstante, en
 
 
que lospantalones de ambos estaban abultados por delante y
no dudó de quesus intenciones fueran acordes con su
excitación.

—Quiero que veala polla de mi padre, ¡vive Cristo!,
debería verletambién los cojones.
 
Una vez más, elmozo empezó a desabrochar los calzones
de su padre.Abrió la portañuela y se vieron los faldones de la
camisa, con algodebajo que los hizo formar un curioso bulto.
 
—Eh, quédesequieto, padre —susurró el hijo—, deje que
la dama le vea elchisme.
 
Dicho estolevantó la camisa y dejó al descubierto ante
Cielo Riveros unmiembro ferozmente erecto, con un ancho capullo
parecido a unaciruela, muy rojo y grueso, aunque no de
insólitalongitud. Tenía una considerable curvatura hacia
arriba, y elbálano, que estaba dividido en dos por la tirantez
del frenillo, securvaba aún más hacia su peludo estómago. El
astil erainmensamente grueso, más bien plano, y estaba muy
hinchado.
 
Al mirarlo, lamuchacha notó que la sangre le
hormigueaba. Elcapullo era del tamaño de un huevo, rollizo
y bastantepúrpura. Emitía un intenso olor. El mozo la hizo
acercarse y posarsu blanca y elegante mano sobre ella.
 
—¿No le dije queera mayor que el mío? —continuó el
chico—. Mire, elmío no es ni la mitad de gordo que el de mi
padre.
 
Cielo Riveros sevolvió. El chico se había abierto los pantalones y
tenía a la vistasu formidable pene. Estaba en lo cierto: en lo
que hacía altamaño, no se podía comparar con el de su
padre.
 
El mayor de losdos la cogió por la cintura. Tim también
probó a cogerla ya meterle la mano por debajo de la ropa.
Entre los dos lazarandearon de aquí para allá. Un repentino
empujón la mandócontra el heno. Después le levantaron las
faldas. Elvestido de Cielo Riveros era liviano y amplio; no llevaba
bragas. En cuantolos dos echaron el ojo a sus piernas blancas
y rollizas,volvieron a bufar y se lanzaron sobre ella al
unísono. Acontinuación se produjo un forcejeo entre los dos.
El padre, muchomás pesado y fuerte que el hijo, ganó. Tenía
 
 
los calzones porlos tobillos; su polla grande y gorda
sobresalía yoscilaba a escasos centímetros del ombligo de la
joven. CieloRiveros se abrió de piernas; ansiaba probarla. Acercó la
mano. Estabacaliente como el fuego y dura como una barra
de hierro. Elhombre, creyendo que tenía otras intenciones, le
retiró el brazobruscamente, y sirviéndose sin miramientos,
puso la punta delpene contra los labios rosados. Cielo Riveros abrió
sus tiernaspartes tanto como le fue posible, y con varios
enérgicosempellones él consiguió ensartársela hasta la mitad.
Entonces le pudola excitación. Descargo violentamente,
hincándose hastael fondo mientras lo hacía; un torrente de
flujo muy viscosoentró a chorros en ella, y al tiempo que el
grueso capullo sealojaba en su útero, vertió una buena
cantidad desemen.
 
—¡Eh, me estásmatando! —gritó la muchacha, medio
sofocada—. ¿Quées todo eso que derramas en mi interior?
 
—Es leche, eso eslo que es —explicó Tim, al tiempo que
se agachaba yobservaba la operación encantado—. ¿No le
dije que mi padreera muy bueno para la jodienda?
 
Cielo Riverospensaba que el hombre se retiraría y le permitiría
levantarse, perose equivocaba; el enorme miembro que tenía
embutido en suinterior no parecía sino ponerse cada vez más
rígido y forzarlamás que nunca.
 
En breve, elaldeano empezó a moverse arriba y abajo,
embistiendocruelmente contra las tiernas partes de Cielo Riveros a
cada empellón. Sudisfrute era al parecer extremo. Gracias a
la descarga queya había tenido lugar, su porra entraba y
salía sindificultad y la tierna región espumaba a causa de los
rápidosmovimientos.
 
Cielo Riveros fuepoco a poco alcanzando una terrible excitación.
Se le abrió laboca, levantó las piernas y cerró
convulsivamentelos puños a ambos lados del cuerpo. Ahora
secundaba cadaesfuerzo del hombre y se deleitaba al sentir
los ferocesembates con que el sensual sujeto enterraba el
arma empapada ensu joven vientre.
 
Un cuarto de horase prolongó la refriega, en la que
ambas parteslucharon con toda su furia. Cielo Riveros había
descargado variasveces, y estaba a punto de ofrecer otra
 

cálida emisióncuando una furiosa chorretada de semen
surgió delmiembro del hombre e inundó sus partes.
 
El sujeto selevantó, y tras retirar la polla, de la que aún
rezumaban lasúltimas gotas de su abundante expulsión, se
quedócontemplando con expresión melancólica la jadeante
damita a la queacababa de soltar.
 
Delante de él semantenía todavía amenazador el enorme
ariete, aúnhumeante tras salir de la cálida vaina, y Tim, con
auténticasolicitud filial, procedió a limpiarlo con ternura y a
volver a meterlo,hinchado a causa de la reciente excitación,
dentro de lacamisa y los calzones de su padre.
 
Hecho esto, elmozo empezó a mirar con ojos de cordero a
Cielo Riveros,que aún se estaba recuperando sobre el heno.
Observando ypalpando, Tim, que no se encontró con
ningunaresistencia, comenzó a meter sus dedos en las partes
privadas de ladamita.
 
Ahora se adelantóel padre, y asiendo el arma de su hijo,
empezó a frotarlade arriba abajo. Ya estaba rígida y erecta,
una masaformidable de carne y músculo que se erguía ante
el rostro de CieloRiveros.
 
—¡Dios bendito!No irás a meterme eso, ¿no? —murmuró
Cielo Riveros.
 
—Pues sí que voya hacerlo —respondió el mozo, con una
de sus lelassonrisas—. Mi padre me frota, y me gusta, y
ahora quierofollármela.
 
El padre guió suespigón hacia los muslos de la muchacha.
El capullo colorrubí entró de inmediato en su hendidura, ya
empapada con lasemisiones que el aldeano había arrojado en
ella. Tim empujómás, y descendiendo sobre ella, hincó el
largo astil hastaque sus pelos rozaron la blanca piel de Cielo Riveros.

—¡Oh, es muylargo! —gritó—, ¡es escandalosamente
grande, picarón!Ve con cuidado. ¡Ah, me estás matando!
¡Cómo empujas!¡Oh!, ya no puedes entrar más... Ten
cuidado, porfavor... Ay, ya me ha penetrado. La siento hasta
la cintura. ¡Oh,Tim, qué chico tan malo eres!
 
—Dáselo —dijoentre dientes el padre, que palpaba las
pelotas del mozoy no paraba de hacerle cosquillas entre las
piernas—. Loaguantará, Tim. ¿No es una belleza? Qué coñito
 
 
tan estrechotiene, ¿verdad, chico?
 
—Ah, no hable,padre, que no puedo follar.
 
Siguió unsilencio que se prolongó unos minutos, sólo roto
por el ruido delos dos cuerpos que jadeaban y forcejeaban
sobre el heno.Después de un rato, el chico se detuvo. Aunque
dura como elhierro y rígida como la cera, al parecer su polla
no habíaderramado ni una gota. Poco después Tim la
extrajo, todaolorosa y reluciente de humedades.
 
—No me puedocorrer —reconoció con tristeza.
 
—Son los refrotes—explicó el padre—. Se la casco tan a
menudo que ahoralo echa de menos.
 
Cielo Riverosyacía jadeante y del todo expuesta.
 
El sujeto aplicóahora su mano a la polla de Tim y empezó
a frotarlavigorosamente de arriba abajo.
 
La muchachaesperaba que de un momento a otro se
corriera en sucara.
 
Cuando ya llevabaun rato excitando a su hijo de esta
guisa, el padreaplicó de pronto el capullo ardiente a la raja
de Cielo Riveros,y a medida que éste penetraba, salió un perfecto
diluvio deesperma que la inundó. Tim empezó a sacudirse y
a forcejear yacabó por morderla en el brazo.
 
Cuando sudescarga hubo cesado, y el último espasmo
hubo recorrido elenorme ariete del muchacho, lo retiró
lentamente y dejóque la muchacha se levantara.
 
No tenían,empero, ninguna intención de dejarla marchar,
pues después dedesatrancar la puerta, el chico miró en
derredorprecavidamente, y tras poner la tranca de nuevo en
su lugar, sevolvió hacia Cielo Riveros.
 
—Ha sidodivertido, ¿verdad? —señaló—. Ya le dije que a
mi padre se ledaba bien.
 
—Sí, es verdad,pero ahora tienes que dejarme marchar;
pórtate bienconmigo, ¿eh?
 
Una sonrisa fuela única respuesta.
 
Cielo Riverosdesvió la mirada hacia el hombre y cuál no sería su
terror alencontrárselo desnudo —se había quitado todo salvo
la camisa y lasbotas— y con una erección que amenazaba
con otro asaltomás fiero incluso sobre sus encantos.
 
Su miembro estabaliteralmente lívido debido a la tensión
 
 
y se erguíacontra su estómago velludo. La testa se había
hinchadoenormemente a causa de la irritación previa y de su
punta pendía unagota reluciente.
 
—¿Me dejarájoderla otra vez? —inquirió el sujeto, al
tiempo que cogíaa la damita por la cintura y llevaba su
manita a laherramienta.
 
—Lo intentaré—murmuró Cielo Riveros, y al ver que no había
modo de evitarlo,le sugirió que se sentara sobre el heno, al
tiempo que, ahorcajadas sobre él, intentaba insertarse la
masa de carnecartilaginosa.
 
Tras unos cuantosembates y arremetidas, la verga entró,
y comenzó unsegundo encuentro no menos violento que el
primero. Pasó uncuarto de hora entero. Ahora era el
veterano quien alparecer no podía correrse.
 
«¡Qué pesadosson!», se dijo Cielo Riveros.

—Frótemelo,querida —dijo el hombre, al tiempo que
retiraba de sucuerpo el miembro, aún más duro que antes.
 
Cielo Riveros loasió con sus dos manitas y maniobró arriba y
abajo. Trasestimularlo de este modo durante un ratito, se
detuvo, y alpercibir que de la uretra salía un chorrillo de
semen, se colocóencima del enorme pomo, y apenas se lo
había clavadocuando entró en ella a borbotones un torrente
de leche.
 
Cielo Riverosascendió y descendió, bombeándolo de esta guisa,
hasta que todohubo terminado, después de lo cual la dejaron
marchar.
 
 
Al fin llegó eldía deseado, y rompió la mañana
memorable en quela hermosa Julia Delmont iba a perder ese
codiciado tesoroque con tanto afán se busca por una parte y
a menudo taninconscientemente se malgasta por otra. Era
aún tempranocuando Cielo Riveros oyó sus pasos en las escaleras, y
en cuanto sehubieron reunido las dos amigas, se entregaron
a un millar desuculentos temas de parloteo, hasta que Julia
empezó a ver que CieloRiveros se guardaba algo. De hecho, su
locuacidad no erasino una máscara bajo la cual ocultaba
ciertas noticiasque era un tanto reacia a dar a su compañera.
 
 
—Sé que tienesalgo que decirme, Cielo Riveros; hay algo que aún
no he oído y quetienes que contarme. ¿De qué se trata,
querida?
 
—¿No lo adivinas?—preguntó su amiga. Una sonrisa
maliciosajugueteaba en torno a los hoyuelos de las comisuras
de sus labiosrosados.
 
—¿No tiene quever con el padre Ambrose? —preguntó
Julia—. ¡Ay!, me avergüenzoy me siento incómoda cuando
le veo, y sinembargo me dijo que no había nada de malo en
lo que hizo.
 
—No lo había enabsoluto, te lo aseguro; pero ¿qué hizo?
 
—Uy, fue máslejos que nunca. Me lisonjeó y luego me
pasó el brazo porla cintura y me besó hasta casi cortarme la
respiración.
 
—¿Y luego...?
 
—No me atrevo adecírtelo, queridísima. ¡Ay!, dijo e hizo
un millar decosas, hasta que creí perder el juicio.
 
—Cuéntame almenos algunas.
 
—Bueno, pues,después de besarme con pasión, metió los
dedos por debajode mi vestido y jugueteó con mi pie y mi
media y luego fuesubiendo la mano hasta que tuve la
sensación de queiba a desmayarme.
 
— ¡Menudatraviesilla! Estoy segura de que disfrutaste con
lo que te hacía.
 
—-Claro que sí.¿Cómo iba a ser de otro modo? Me hizo
sentir como no mehabía sentido en mi vida.
 
—Venga, Julia,eso no fue todo: ya sabes que no se detuvo
ahí.
 
—Ah, no; claroque no, pero no te puedo contar lo que
hizo después.
 
—¡No me vengascon niñerías! —exclamó Cielo Riveros, fingiendo
que la reticenciade su amiga la molestaba—. Vamos. ¿Por
qué no me locuentas todo?

—Si insistes,supongo que no puedo negarme, pero era
todo tan novedosoque me pareció muy chocante, y sin
embargo enabsoluto incorrecto. Después de hacer que me
sintiera como sifuera a morir de una deliciosa sensación
trémula quehabían provocado sus dedos, de pronto tomó mi
 
 
mano y la colocósobre algo que tenía él y que, al tocarlo, me
pareció el brazode un niño. Me ordenó que lo cogiera con
fuerza. Seguí susinstrucciones, y al bajar los ojos, vi una cosa
grande y roja,toda ella piel blanca y venas azules, con una
curiosa crestapúrpura y torneada, como una ciruela. Bueno,
vi que esta cosale salía de entre las piernas y que por debajo
estaba recubiertade una buena mata de pelo moreno y
rizado. —Alllegar aquí, Julia vaciló.
 
—Venga, sigue —lainstó Cielo Riveros.
 
—Bueno. Retuvo mimano sobre ella y me hizo frotarla
una y otra vez;era enorme, y estaba dura, y caliente.
 
—No dudo de quelo estuviera. Con la excitación de tan
tierna belleza...
 
—Luego me cogióla otra mano y me puso las dos juntas
sobre su cosapeluda. Me asusté mucho al ver cómo le
brillaban losojos y se le aceleraba la respiración. Me llamó
«niña querida», eincorporándose, me dijo que le acariciase la
cosa rígidacontra mi seno. Estaba muy erguida, y la tenía
muy cerca de lacara.
 
—¿Eso es todo?—preguntó Cielo Riveros, persuasiva.
 
—No, no, claroque no, pero me da mucha vergiienza.
¿Quieres quecontinúe? ¿Está bien que vaya contando por ahí
estas cosas?...Bueno, de acuerdo... Después de que hubiera
acariciado almonstruo en mi seno un ratito, durante el que
éste palpitó y meoprimió con una cálida y deliciosa presión,
me pidió que lobesara. Obedecí de inmediato. Al posar mis
labios sobre él,percibí que despedía un cálido aroma sensual.
A petición suya,seguí besándolo. Me ordenó que abriera los
labios y frotasela punta entre ellos. De inmediato me llegó a
la lengua ciertahumedad, y en un instante un espeso
borbotón de flujocaliente me entró en la boca y me cayó a
chorros sobre lacara y las manos. Aún jugueteaba con él
cuando el ruidode una puerta al abrirse al otro extremo de la
iglesia obligó albuen padre a retirar lo que yo tenía entre las
manos, «pues»,según dijo, «el común de las gentes no debe
saber lo que túsabes ni hacer lo que te permito que hagas».
Su conducta eraamable y atenta, y, por las cosas que me
dijo, me dio piea pensar que yo era diferente de todas las
 
 
otras muchachas.Pero dime, queridísima Cielo Riveros, ¿cuáles son
las misteriosasnuevas que tienes que darme? Me muero por
saberlas.
 
—Respóndemeprimero si el buen Ambrose te habló o no
de las dichas, delos placeres derivados del objeto con que
jugueteaste, y siseñaló algún modo de satisfacer semejantes
deseos sinincurrir en pecado.
 
—Claro que sí.Aseguró que, en ciertos casos, esa clase de
satisfacción seconvertía en un mérito.
 
—Como, porejemplo, en el seno del matrimonio,
supongo.
 
—No dijo nada alrespecto. Sólo dijo que el matrimonio a
menudo traíamucha infelicidad, y que incluso los votos
maritales, enciertas circunstancias, pueden romperse
provechosamente.
 
Cielo Riverossonrió. Recordaba haber oído razonamientos
similares de losmismos labios sensuales.
 
—¿En quécircunstancias vino a decir que estaban
permitidos dichosgoces?
 
—Sólo cuando seestá firmemente resuelto a hacer algo
bueno, más alláde la propia satisfacción, y ese caso, dice,
sólo puede darsecuando alguna joven, elegida de entre las
demás por lascualidades de su mente, se dedica al consuelo
de los que sirvena la Iglesia.
 
—Ya veo —dijo CieloRiveros—. Continúa.
 
—Luego me hablóde lo buena que era yo, y del gran
mérito quetendría ejercer el privilegio que me había
concedido ydedicarme al consuelo sensual de él y de otros
cuyos votos lesimpedían casarse o complacer los deseos que
la naturaleza haimplantado en todos los hombres por igual.
Pero dime, CieloRiveros, tienes noticias para mí, ¡sé que las tienes!
 
—Bueno, siinsistes... Tienes que saber que el buen padre
Ambrose haresuelto que es mejor para ti ser iniciada sin
dilación, y hadispuesto que sea hoy aquí mismo.
 
—¡Ay de mí! ¡Quéme dices! ¡Qué vergiienza, qué terrible
bochorno!
 
—No, querida, notemas, ya se ha pensado en todo eso.
Sólo un hombretan bueno y considerado como nuestro
 
 
querido confesorpodría haberlo arreglado todo a la
perfección comoha hecho él. Ha quedado dispuesto que el
estimado varóndisfrute de todos los encantos que pueda
proporcionarle tucautivador cuerpecillo sin que, en
resumidascuentas, tú veas su rostro ni él vea el tuyo.
 
—¿Qué me dices?Entonces será en la oscuridad, supongo.
 
—En modo alguno.Eso equivaldría a renunciar a todos
los placeres dela vista, y el estimado varón quedaría privado
del exquisitogoce de contemplar esas deliciosas donosuras
que estáfirmemente decidido a poseer.
 
—Haces que mesonroje, Cielo Riveros... Pero, entonces, ¿cómo va
a ser?
 
—Habráiluminación suficiente —explicó Cielo Riveros, con el aire
de una madre quehabla con su hija—. Será en una bonita
alcoba quetenemos; yacerás sobre un lecho conveniente y tu
cabeza quedaráoculta tras una cortina que cuelga de una
puerta que da auna cámara interior de modo que únicamente
tu cuerpo,desnudo por completo y a la vista, quede expuesto
a tu apasionadoasaltante.
 
—Ay, qué vergüenza...¡Y además desnuda!
 
—-Oh, Julia, miquerida y tierna Julia... —murmuró Cielo Riveros,
mientras unestremecimiento de puro éxtasis recorría su
cuerpo—, a quéplaceres accederás; de qué modo despertarás
a los deliciososgoces de los inmortales y hallarás, ahora que
te acercas alperiodo denominado pubertad, el solaz del que
me consta yaestás necesitada...
 
—;¡Ay, no, CieloRiveros! ¡No digas eso, te lo ruego!

—Y cuando, al fin—susurró su compañera, cuya
imaginación latransportaba a un ensueño del que nada
traslucíamientras hablaba—, cuando, al fin, haya acabado el
combate, lleguenlos espasmos y esa cosa enorme y palpitante
derrame suviscoso chorro de goce enloquecedor, ¡ay!,
entonces ella sesumará al ímpetu del éxtasis y ofrecerá a
cambio suvirginidad.
 
—¿Qué murmuras?
 
Cielo Riverosvolvió en sí.
 
—Estaba pensando—dijo, distraíidamente— en todos los
placeres en losque estás a punto de participar.
 
 
—¡Ay! —exclamóJulia—, dices cosas tan terribles que
haces que mesonroje.
 
Tuvo lugar actoseguido una conversación en el curso de
la cualcomentaron infinidad de pormenores, y mientras se
prolongaba se mebrindó la oportunidad de escuchar otro
diálogo, de igualinterés para mí, pero del que sólo
proporcionaré amis lectores un resumen.
 
Se desarrolló enla biblioteca, entre Mister Delmont y
Mister Verbouc. Atodas luces habían llegado a un acuerdo en
todos los asuntosprincipales de la cuestión, que por increíble
que puedaparecer, eran la cesión del cuerpo de Cielo Riveros a
Mister Delmontmediante el pago de una buena suma que
debía abonarse enese mismo momento y que después sería
invertida enbeneficio de «su querida sobrina» por el
indulgente MisterVerbouc.
 
Bribón e impúdicocomo era este varón, no podía
perpetrartransacción tan nefaria sin cierta pequeña
compensación queacallara la conciencia, aunque fuera la de
un ser tancarente de escrúpulos como él.
 
—Sí —dijo elcomplaciente tío—, los intereses de mi
sobrina sonesenciales, estimado señor. No queda descartado
el matrimonio másadelante, pero entre nosotros, como
hombres de mundo,ya me entiende, puramente como
hombres de mundo,la pequeña satisfacción que usted exige
quedará biencompensada con una suma que la resarza por la
pérdida de tanfrágil posesión. —Aquí se echó a reír, más que
nada porque suinvitado, flemático y corto de luces, no le
entendió.
 
De este modoquedó arreglado el asunto, y ya sólo
quedaban pordisponer los preliminares. Mister Delmont,
despojado de sumás bien pesada y estólida indiferencia,
quedó encantadocuando se le informó de que el trato iba a
consumarse sintardanza, y que iba a tomar posesión de la
deliciosavirginidad que tanto había ansiado destruir.
 
Mientras tanto,el bueno, estimado y generoso padre
Ambrose hacíarato que había llegado y preparado la estancia
donde iba a tenerlugar el sacrificio.
 
Tras dar cuentade un suntuoso desayuno, Mister Delmont
 
 
se encontró conque sólo una puerta lo separaba de la víctima
de su lascivia.
 
No tenía ni ideade quién era esa víctima. Sólo pensaba en
Cielo Riveros.
 
En un instante,había girado el pomo y entrado en la
estancia, cuyadulce tibieza refrescó y estimuló los instintos
sensuales queestaban a punto de entrar en juego.
 
¡Dios bendito!¡Qué espectáculo se abalanzó sobre su vista
embelesada! Justodelante de él, recostado en un lecho y
completamentedesnudo, estaba el cuerpo de una jovencita.
De un vistazo, sedio cuenta de que era hermoso, pero habría
necesitado variosminutos para examinarlo con detalle y
descubrir losméritos independientes de cada delicioso
miembro yextremidad: los miembros bien rellenos,
infantiles,proporcionados; el delicado busto apenas florecido,
dos colinas detierna carne de lo más blanco y exquisito, que
culminaban en doscapullos rosáceos; las venas azules que se
extendían yserpenteaban aquí y allá y se insinuaban a través
de la superficienacarada como riachuelos de flujo sanguíneo
sólo para realzarla blancura más deslumbrante jamás vista
de la piel. Yluego, ¡oh!, luego el cogollo del deseo del
hombre, loslabios rosados y entornados en los que se
regodea lanaturaleza, de los que el hombre surge y a los que
regresa —lasource—, era allí visible en su perfección casi
infantil.
 
Allí lo teníatodo, en efecto, salvo la cabeza. Ese
importantísimomiembro brillaba por su ausencia, y sin
embargo lassuaves ondulaciones de la hermosa doncella
dejaban bienclaro que la ocultación de este no suponía
ningúninconveniente.
 
Mister Delmont nomostró sorpresa alguna ante el
fenómeno. Lohabían preparado para ello, y también le
habían impuestoque mantuviera estricto silencio. Por lo
tanto se dispusoa observar y deleitarse con los encantos
preparados parasu disfrute.
 
En cuanto se huborecuperado de la sorpresa y la emoción
que sintió alvislumbrar tanta belleza desnuda, halló firmes
pruebas de susefectos sobre los órganos sensuales, esos

 
órganos que contanta prontitud responden, cuando los
poseen hombres desu temperamento, a emociones calculadas
para producirdicho efecto.
 
El miembro, duroe hinchado, se le erguía dentro de los
calzones yamenazaba con escapar de su reclusión. Él, por
tanto, lo liberóy permitió que un arma musculosa y
gigantescasaliera a la luz y alzara su testa roja ante su presa.
 
Lector, sólo soyuna pulga. Mis capacidades de percepción
son limitadas yme falta pericia para describir las suaves
manipulaciones,cada vez más intensas, y los dulces y
gradualestoqueteos con los que este embelesado profanador
se aproximó a suconquista. Deleitándose en su seguridad,
Mister Delmontrecorrió con la vista y las manos el cuerpo
expuesto. Susdedos abrieron la delicada hendidura que hasta
el momento lacubría sólo una tenue pelusilla, mientras la
muchacha, alnotar al intruso, se cimbreó y retorció para
evitar, con unatimidez natural en estas circunstancias, sus
lascivosmanoseos.
 
Pero ahora laatrae hacia él, los cálidos labios masculinos
oprimen elvientre liso, los pezones tiernos y sensibles de sus
jóvenes pechos.Con mano ansiosa le ase la cadera henchida y
tirando de ellahacia sí, le abre las piernas blancas y se planta
entre ellas.
 
Lector, ya heseñalado que sólo soy una pulga. Sin
embargo, laspulgas tenemos sentimientos, y no intentaré
describir cuálesfueron los míos cuando vi acercarse aquel
miembro excitadoa los labios oferentes de la húmeda
hendidura deJulia. Cerré los ojos; se despertaron en mí los
instintossexuales de la pulga macho y ansié, sí, ¡cuán
ardientementeansié hallarme en el lugar de Mister Delmont!
 
Mientras tanto,él continuaba firme y denodadamente con
su tarea dedemolición. Con una repentina arremetida, probó
a penetrar laspartes vírgenes de la joven Julia. Fracasó; lo
intentó de nuevo,y una vez más, su contrariado artefacto
salió despedidohacia arriba y quedó, jadeante, sobre el
estómago inquietode su víctima.
 
Durante estedifícil trance, sin duda Julia hubiera echado
por tierra elplan con un grito más o menos violento, de no
 
 
ser por unaprecaución que adoptó ese sabio pervertidor y
sacerdote, elpadre Ambrose.
 
Julia había sidodrogada.
 
Mister Delmonthabía regresado a la carga una vez más.
Empuja, acosa,patea con los pies en el suelo, brama y echa
espuma por laboca, y oh, ¡Dios!, la tenue barrera elástica
cede y él entracon una sensación de triunfo que le provoca
un éxtasis; entrahasta que el placer de la estrecha y húmeda
compresión haceque escape de sus labios sellados un quejido
de placer. Entrahasta que su arma, enterrada hasta el pelo
que le cubre elbajo vientre, yace palpitante y aumenta aún
más en dureza ylongitud dentro de la ceñida vaina.
 
Tuvo lugar acontinuación una lucha que ninguna pulga
sería capaz dedescribir: suspiros de sensaciones deleitosas y
embelesadorasescapan de sus labios entreabiertos y
babeantes,empuja, se encorva, pone los ojos en blanco, se le
abre la boca, eincapaz de evitar la pronta culminación de su
lascivo goce, elhombretón echa el alma por la boca y con
ella un torrentede flujo seminal que, lanzado con fuerza,
entra a chorrosen el útero de su propia hija.
 
Ambrose, oculto,presenciaba el libidinoso drama, y Cielo Riveros
estaba al otrolado de la cortina, para evitar cualquier
manifestación desu joven amiga.
 
Esta precauciónfue, no obstante, innecesaria: Julia, lo
bastanterecobrada de los efectos del narcótico para sentir el
dolor, se habíadesmayado.
 
 
Capítulo XI
 
 
En cuanto huboacabado la contienda, y el vencedor, tras
apartarse delcuerpo trémulo de la muchacha, empezó a
recuperarse deléxtasis que tan delicioso encuentro le había
deparado, secorrió una cortina hacia un lado y en la abertura
apareció lapropia Cielo Riveros.
 
Si un cañonazohubiera pasado cerca del pasmado Mister
Delmont no lehabría ocasionado la mitad de la consternación
que sintió,mientras, apenas capaz de dar crédito a sus ojos,
se quedóboquiabierto mirando alternativamente el cuerpo
postrado de suvíctima y aquella de la que suponía haber
gozado hacía unosinstantes.
 
Cielo Riveros,cuyo fino salto de cama resaltaba a la perfección
sus jóvenesencantos, simuló quedarse tan estupefacta como
él, pero,fingiendo que se recuperaba del susto, dio un paso
atrás con unaexpresión de alarma, fingida a la perfección, en
su rostro.
 
—¿Qué..., qué estodo esto? —inquirió Mister Delmont,
cuya agitación lehabía impedido recordar que aún no se
había arregladosiquiera las ropas y que ese instrumento tan
importante a lahora de satisfacer su reciente impulso sensual
colgaba, aúnhenchido y resbaladizo, enteramente expuesto
entre suspiernas.
 
—¡Cielos, cómo hepodido cometer tan terrible error! —
gritó CieloRiveros, lanzando miradas furtivas a esta apetitosa
exhibición.

—i¡Dime, porpiedad, de qué error hablas, y quién es
entonces ésta!...—exclamó el trémulo profanador señalando
a la jovendesnuda que yacía delante de él.
 
—;¡Ay, salga,salga de aquí! —gritó Cielo Riveros, al tiempo que se
precipitaba haciala puerta, seguida de cerca por Mister
Delmont, ansiosode que le explicaran el misterio.
 
 
Cielo Riveros locondujo a un tocador contiguo, y tras cerrar la
puerta, se lanzósobre un lecho lujosamente dispuesto,
mostrando sinempacho sus encantos, a la vez que fingía estar
demasiadoabrumada por el horror para percatarse de la falta
de decoro de supose.
 
—¡Oh, qué hehecho! ¡Qué he hecho! —sollozaba
mientras ocultabael rostro entre las manos con aparente
angustia.
 
A Delmont lecruzó fugazmente por la cabeza una horrible
sospecha; lanzóun gemido, que la emoción ahogó.
 
—Dime, ¿quién esésa?, ¿quién?
 
—No ha sido culpamía. No podía saber que era usted el
que venía, y...y... he puesto en mi lugar a Julia.
 
Mister Delmontretrocedió un paso, vacilante. Se cernió
sobre él lasensación de haber hecho algo terrible. Una
angustia le nublóla vista y luego fue despertándole poco a
poco a la plenamagnitud de lo ocurrido. Antes, empero, de
que pudieraarticular palabra, Cielo Riveros, bien instruida con
respecto al cursoque tomarían los pensamientos de Mister
Delmont, seapresuró a hablar para impedirle que
reflexionara.
 
—;¡Calle! Ella nosabe nada de esto. Ha sido un error, un
terrible error, ynada más. Si está dolido, ha sido sólo culpa
mía, no de usted;tenga por seguro que no sospeché ni por un
instante que ibaa ser usted. Creo —añadió, poniendo un
hermoso morrito ylanzando una significativa mirada de
reojo al miembroaún abultado— que fue muy cruel por su
parte no habermedicho que iba a ser usted.
 
Mister Delmontvio a una joven hermosa delante de sí; no
pudo menos queadmitir para sus adentros que, fueran cuales
fueren losplaceres que hubiera obtenido en el involuntario
incesto en quehabía tomado parte, éstos habían frustrado no
obstante suintención primera, y le habían privado de algo
por lo que habíapagado de mil amores.
 
—Ay, si seenteraran de lo que he hecho... —murmuró
Cielo Riveros, altiempo que cambiaba un poco de postura y exponía
una porción deuna pierna por encima de la rodilla.
 
A Mister Delmontle brillaron los ojos. A medida que
 
 
recuperaba lacalma, y a su pesar, sus pasiones animales se
imponían.
 
—Si descubrieranlo que he hecho... —repitió Cielo Riveros, y al
decir eso sesemiincorporó y rodeó con sus hermosos brazos
el cuello deliluso progenitor.
 
Mister Delmont laestrechó en un fuerte abrazo.
 
—Oh, Dios mío,¿qué es esto? —susurró Cielo Riveros, cuya
manita habíaasido la viscosa arma de su galán, y ahora
estaba ocupada enapretarla y amasarla.
 
El miserableacusaba todos sus toqueteos, todos sus
encantos, y, unavez más enardecido de lujuria, no
ambicionaba sinoposeer su joven virginidad.
 
—Si he de ceder—dijo Cielo Riveros—, sea usted tierno
conmigo... ¡Ay,qué forma de tocarme! Quite esa mano de
ahí. ¡Ay, cielos!¿Qué hace usted?
 
Cielo Riverossólo tuvo tiempo de vislumbrar su bálano colorado,
más duro y gruesoque nunca, y antes de darse cuenta, el otro
se le habíaechado encima. No opuso resistencia, y Mister
Delmont, excitadopor su belleza, encontró sin tardanza el
punto exacto quebuscaba, y aprovechándose de su postura
oferente, hincócon fuerza el pene ya lubricado en sus jóvenes
y tiernas partes.
 
Cielo Riverosgimió.
 
El dardo calientela penetró más y más hasta que sus
estómagos seencontraron y él se ensartó en el cuerpo de la
joven hasta laspelotas.

Entonces diocomienzo un rápido y delicioso encuentro en
el que CieloRiveros interpretó su papel a la perfección, y excitada
por este nuevoinstrumento de placer, se derramó en un
torrente de goce.Mister Delmont siguió su ejemplo y arrojó
dentro de CieloRiveros un copioso aluvión de su fecundo esperma.
 
Durante unosmomentos ambos yacieron sin moverse,
bañados en laexudación de sus mutuos éxtasis y jadeantes a
causa de losesfuerzos, hasta que, de pronto, se oyó un
ruidito, y antesde que ninguno de ellos hubiera hecho amago
de retirarse, ode cambiar la inequívoca postura en que se
hallaban, seabrió la puerta del tocador y, en el umbral,
hicieron suaparición tres personas casi simultáneamente.
 
 
Se trataba delpadre Ambrose, de Mister Verbouc y de la
dulce JuliaDelmont.
 
Los dos hombressostenían entre ambos la figura medio
consciente de lajovencita, cuya cabeza, lánguidamente
ladeada, seapoyaba sobre los hombros del robusto sacerdote,
mientras Verbouc,no menos favorecido por su proximidad,
sujetaba sudelgado cuerpo con el nervioso brazo y le miraba
la cara con unaexpresión de lujuria insatisfecha que sólo un
diablo encarnadohabría sido capaz de igualar. El desorden
en el vestir deambos distaba mucho de la decencia, y la
pobrecita Juliaestaba tan desnuda como cuando, apenas un
cuarto de horaantes, había sido violentamente profanada por
su propio padre.

— ¡Calle! —lesusurró Cielo Riveros a su cariñoso compañero,
poniéndole lamano sobre los labios—, por el amor de Dios,
no se incrimine.No pueden saber quién lo ha hecho; más vale
sufrir queconfesar un hecho tan terrible. No tienen piedad;
ándese concuidado de no contrariarlos.
 
Mister Delmontvio al instante lo que había de cierto en la
predicción de CieloRiveros.
 
—i¡Mire, dechadode lujuria! —exclamó el piadoso
Ambrose—, ¡mireen qué estado hemos encontrado a esta
estimada niña! —Yllevando su manaza a la hermosa y escasa
motte de la jovenJulia, mostró con descaro sus dedos,
empapados de ladescarga paternal.
 
—Es terrible—observó Verbouc—, ¿y si hubiera quedado
en estado?
 
—¡Es abominable!—gritó el padre Ambrose—. Debemos
evitar eso a todacosta.
 
Delmont gimió.
 
Mientras tanto,Ambrose y su compañero introdujeron a
su joven yhermosa víctima en el tocador y comenzaron a
prodigarle lostoqueteos preliminares y los manoseos lascivos
que preceden alabandono desbocado a la posesión lujuriosa.
Julia, casi deltodo recuperada de los efectos del sedante que
le habíansuministrado, y del todo perpleja ante el proceder
de la virtuosapareja, apenas parecía consciente de la
presencia de supadre, mientras que este digno varón, a quien
 
 
los brazos de CieloRiveros mantenían en su lugar, yacía, empapado,
sobre el blanco yliso estómago de ésta.
 
—Le corre laleche piernas abajo —exclamó Verbouc a la
vez que metía lamano con afán entre los muslos de Julia—,
¡qué vergiienza!
 
—Le ha llegadohasta los hermosos piececillos —observó
Ambrose, altiempo que levantaba una de sus torneadas
piernas sopretexto de examinar la delicada bota de piel de
cabritilla, sobrela que de veras había más de un gota de flujo
seminal, mientrasque, con una mirada abrasadora, exploraba
la rajita rosadaasí expuesta a la vista.
 
Delmont volvió agemir.
 
—;¡Ay, Diosbendito, qué hermosura! —gritó Verbouc, al
tiempo quepropinaba un cachete a las regordetas nalgas—.
Ambrose, procedapara evitar consecuencia alguna de
circunstancia taninsólita. Únicamente una segunda emisión
de otro vigorosovarón puede darnos garantía absoluta de
algo así.

—Sí, deberecibirla, de eso no hay duda —murmuró
Ambrose, cuyoestado durante todo este rato es más fácil
imaginar quedescribir.
 
La sotana lesobresalía por delante: todos sus ademanes
delataban susviolentas emociones. Ambrose se levantó el
hábito y dejó enlibertad su enorme miembro, cuya inflamada
testa de colorrubí pareció amenazar los cielos.
 
Julia,terriblemente asustada, hizo un débil intento de
escapar. Verbouc,encantado, la sujetó a la vista de todos.
 
Julia miró porsegunda vez el miembro ferozmente erecto
de su confesor, ysabedora de su intención, debido a la
iniciación que yahabía superado, estuvo a punto de
desmayarse en unestado de terror convulso.
 
Ambrose, como siquisiera escandalizar tanto al padre
como a la hija,dejó completamente al descubierto sus
enormes genitalesy meneó el gigantesco pene delante de sus
narices.
 
Delmont, postradode terror y viéndose en manos de los
dosconspiradores, contuvo la respiración y se encogió junto a
Cielo Riveros,que, encantada en extremo con el éxito del plan,
 
 
continuabaaconsejándole que se mantuviera ajeno y les
dejara salirsecon la suya.
 
Verbouc, quehabía estado manoseando las partes
húmedas de lajoven Julia, la entregó ahora a la furiosa
lascivia de suamigo y se preparó para su diversión preferida:
la de contemplarla violación.
 
El sacerdote,fuera de sí de lubricidad, se despojó de su
ropa interior y,con el miembro amenazadoramente erecto
todo el rato,pasó a la deliciosa tarea que le esperaba. «Por
fin es mía»,murmuró, y asiendo a su presa, la rodeó con sus
brazos y lalevantó del suelo. Se llevó a la temblorosa Julia a
un sofá cercano,se lanzó sobre su cuerpo desnudo y se afanó
con toda su almapor culminar su goce. Su monstruosa arma,
dura como elhierro, arremetía contra la rajita rosada que,
aunque ya estabalubricada con el semen que había recibido
de MisterDelmont, no era vaina fácil para el gigantesco pene
que la amenazaba.

Ambrose continuócon sus esfuerzos. Mister Delmont sólo
veía una masaondulante de seda negra mientras la robusta
figura delsacerdote se debatía sobre el cuerpo de su hijita.
Con demasiadaexperiencia a sus espaldas para que lo
mantuvieran araya, Ambrose percibió que ganaba terreno, y
demasiado dueñode la situación como para permitir que el
placer losorprendiera excesivamente pronto, venció toda
oposición, y unfuerte grito de Julia anunció que la había
penetrado elinmenso ariete.
 
Un grito sucedióa otro hasta que Ambrose, al cabo
clavado confirmeza en el vientre de la joven, sintió que ya
no podía avanzarmás y dio comienzo a esos deliciosos
movimientosrápidos hacia arriba y hacia abajo que iban a
poner punto finala su placer y a la tortura de su víctima.
 
Entre tantoVerbouc, cuya lujuria había sido intensamente
acicateadadurante la escena entre Mister Delmont y Julia, y
más adelante porla que había tenido lugar entre el necio y su
sobrina, seprecipitó ahora hacia esta última, y liberándola
del abrazo cadavez menos firme de su desafortunado amigo,
le abrió laspiernas de inmediato, contempló durante un
instante elorificio empapado, y a continuación, sintiéndose
 
 
morir de placer,se enterró de una embestida en el vientre de
Cielo Riveros,asaz lubricado merced a la abundancia de leche que ya
se habíadescargado allí. Las dos parejas llevaban a cabo su
deliciosa cópulaen silencio, sólo interrumpido por los
quejidos deJulia, medio agónica, la respiración estentórea
del ferozAmbrose, y los gemidos y sollozos de Mister
Verbouc. Larefriega fue tornándose más rápida y deliciosa.
Ambrose, trashaber forzado su gigantesco pene hasta la mata
rizada de pelomoreno que cubría su base en la estrecha
hendidura de lajovencita, se puso lívido de lujuria. Empujó,
horadó, ladesgarró con la fuerza de un toro; y de no haberse
impuesto al finalla naturaleza llevando el éxtasis a un
culmen, habríasucumbido a su excitación con un ataque que
probablemente lehabría impedido repetir en su vida una
escena semejante.

Ambrose lanzó unfuerte grito. Verbouc bien sabía su
significado:estaba descargando. El éxtasis de su amigo sirvió
para acelerar elsuyo propio. Del interior de la cámara surgió
un aullido delujuria apasionada mientras los dos monstruos
llenaban a susvíctimas con sus derramaduras seminales. No
una, sino tresveces lanzó el sacerdote su fecunda esencia en
el útero de latierna muchacha antes de quedar mitigada su
atroz fiebre dedeseo.
 
Tal como fueronlas cosas, decir que Ambrose
sencillamentedescargó no daría sino una idea muy vaga del
hecho.Verdaderamente lanzó su semen dentro de la pequeña
Julia a chorrospotentes y espesos, profiriendo sin cesar
gemidos deéxtasis a medida que cada cálida y viscosa
inyección pasabapor su enorme uretra y salía despedida en
torrentes haciael ya dilatado receptáculo. Transcurrieron
varios minutosantes de que todo hubiera acabado y el brutal
sacerdote seretirara de su víctima desgarrada y
ensangrentada.
 
Al mismo tiempo,Mister Verbouc dejó al descubierto los
muslos abiertos yla hendidura embadurnada de su sobrina,
que sumida aún enel maravilloso trance que sigue al deleite
atroz, no seapercibió de los espesos grumos que formaban un
charco blanco enel suelo entre sus piernas, que aún estaban
 
 
enfundadas en lasmedias intactas.
 
—;¡Ah, quédelicia! —exclamó Verbouc, volviéndose hacia
el pasmadosujeto—; ya ve, después de todo, el sendero del
deber nos deparaplacer, ¿no le parece, Delmont? Si el padre
Ambrose y yo nohubiéramos mezclado nuestras humildes
ofrendas con lafecunda esencia de la que usted parece haber
hecho tan buenuso, ni se sabe qué calamidad podría haberse
producido. Ah,sí, no hay nada como hacer lo correcto, ¿eh,
Delmont?
 
—No lo sé. Mesiento mal; me parece estar viviendo una
especie de sueño,y sin embargo no soy insensible a las
sensaciones queme provocan renovado placer. No dudo de su
amistad ni de sudiscreción. He disfrutado mucho, y aún
estoy excitado.No sé lo que quiero. ¡Digan algo, amigos
míos!

El padre Ambrosese acercó a él, y a la vez que posaba su
manaza sobre elhombro del pobre hombre, le dio ánimos
susurrándole unaspalabras de consuelo al oído.
 
En tanto quepulga, no me puedo tomar la libertad de
mencionar cuálesfueron esas palabras, pero su efecto fue el
de disipar engran medida la nube de terror que oprimía a
Mister Delmont.Se sentó y fue recuperando la calma poco a
poco.
 
Julia también sehabía recuperado, y las dos jovencitas,
sentadas a amboslados del fornido sacerdote, no tardaron en
estarrelativamente a gusto. El devoto eclesiástico les habló
como un padre ysacó a Mister Delmont de su encogimiento,
y el digno varón,que se había refrescado copiosamente el
gaznate con unalibación considerable de buen vino, empezó
a dar señalesevidentes de estar encantado con la compañía
en que seencontraba.
 
Pronto losefectos vigorizantes del vino empezaron a dejar
en evidencia aMister Delmont. Lanzaba tristes y envidiosas
miradas a suhija. Su excitación era evidente y se ponía de
manifiesto en laprotuberancia de sus pantalones.
 
Ambrose percibiósu deseo y le dio aliento. Lo llevó hasta
Julia, que, aúndesnuda, no tenía manera de esconder sus
encantos. Elpadre contempló a su hija con una mirada en la
 
 
que predominabala lujuria.
 
«Una segunda vezno sería mucho más pecaminosa», se
dijo.
 
Ambrose asintió amodo de aprobación. Cielo Riveros le
desabrochó laropa interior y le sacó la polla rígida para
despuésapretársela suavemente.
 
Mister Delmontentendió la situación, y en un instante
estaba encima desu hija. Cielo Riveros guió su incestuoso miembro
hacia los tiernoslabios rojos; unos cuantos embates y el
padre, medioenloquecido, había entrado por completo en el
vientre de suhermosa hija.
 
Lascircunstancias de su horrible parentesco intensificaron
la lucha que seentabló a continuación. Tras una correría
rápida y feroz,Mister Delmont descargó y su hija recibió en
lo más recónditode su joven útero las pecaminosas
derramaduras desu antinatural padre.
 
El padre Ambrose,al que la sensualidad lo dominaba por
completo, teníaotra debilidad, y ésa era la de predicar; era
capaz de predicarhora tras hora, no tanto sobre temas
religiosos comosobre otros mucho más mundanos y que, por
lo general, nohubiera aprobado la santa madre Iglesia.
 
En esta ocasiónpronunció un discurso que me resultó
imposible seguir,y me eché a dormir en la axila de Cielo Riveros
hasta que huboacabado.
 
No sé cuántotiempo había transcurrido cuando me
desperté, peroentonces vi que la dulce Cielo Riveros, tras asir en su
manita el granasunto colgante del sacerdote, lo apretaba y
cosquilleaba detal modo que el buen hombre se vio obligado
a decirle queparara debido a la sensación que le producía.
 
Mister Verbouc,que como se recordará no codiciaba nada
tanto como unbollo bien embadurnado de mantequilla, sabía
muy bien loespléndidamente embadurnadas que estaban las
partecillas de larecién convertida Julia. La presencia de su
padre —más queimpotente para evitar el supremo disfrute
de su hija porparte de estos dos libidinosos varones— no
hacía sinoaumentar su apetito, en tanto que Cielo Riveros, que
notaba cómo lerezumaba la secreción de la tibia hendidura,
era asimismoconsciente de ciertas ansias que sus encuentros
 
 
previos no habíanaplacado.
 
Verbouc visitóotra vez con sus lascivos toqueteos los
dulces einfantiles encantos de Julia, amasando
impúdicamente susrotundas nalgas y metiendo los dedos
entre sustorneados montículos.
 
El padre Ambrose,no menos activo, había pasado su
brazo por lacintura de Cielo Riveros, y pegándose a la joven medio
desnuda,cortejaba sus hermosos labios con licenciosos besos.
 
A medida que losdos hombres se entregaban a estos
jugueteos, susdeseos fueron creciendo hasta que sus armas,
rojas einflamadas debido a los goces previos, se irguieron
firmes en el airey amenazaron, tiesas, a las jóvenes criaturas
que tenían en supoder.
 
Ambrose, cuyalujuria nunca requería de muchos
incentivos, seabalanzó sin pérdida de tiempo sobre Cielo Riveros,
que, de buenagana, le dejó que la tumbara sobre el lecho que
ya habíapresenciado dos encuentros, y la osada joven le dejó
entrar entre susblancos muslos, cosa que enardeció aún más
su garrotedescapuchado y excitado, y facilitando el
desproporcionadoataque en la medida de sus posibilidades,
lo recibió entoda su tremenda hechura en la hendidura
húmeda.
 
Este espectáculotuvo tal efecto sobre Mister Delmont que,
a todas luces, nonecesitó más estímulos para acometer un
segundo coupcuando hubo acabado el sacerdote.
 
Mister Verbouc,que llevaba un rato lanzando miradas
lascivas a lahijita de Mister Delmont, volvió a notarse
preparado paradisfrutar. Llegó a la conclusión de que la
repetidaviolación que había sufrido ya en manos de su
propio padre y elsacerdote la habían dejado dispuesta para
la parte que a élmás le gustaba, y comprobó, tanto con el
tacto como con lavista, que las descargas que había recibido
habían lubricadosus partes lo bastante como para satisfacer
su más ansiadodeseo.
 
Verbouc miró desoslayo al sacerdote, que ahora estaba
ocupado en eldelicioso disfrute de su sobrina, y acercándose
a la joven Juliapara aprovechar su oportunidad, consiguió
darle la vueltasobre el lecho y, tras un esfuerzo considerable,
 
 
le hincó el firmemiembro hasta las pelotas en su delicado
cuerpo.
 
Este nuevo eintensificado goce llevó a Verbouc al borde
de la locura; seintrodujo en la estrecha hendidura como en
un guante y todosu cuerpo se estremeció.

—-:¡Oh, esta niñame hace sentir en el cielo! —murmuró, al
tiempo queclavaba su gran miembro hasta las pelotas, que
colgaban debajobien duras—. Dios todopoderoso, ¡qué
estrechez, quéescurridizo placer!... ¡Ah! —Y otra embestida
hizo gemir denuevo a la pobre Julia.
 
Mientras tanto,el padre Ambrose, con los ojos
entornados, loslabios entreabiertos y las ventanas de la nariz
dilatadas,arremetía contra las hermosas partes de la joven
Cielo Riveros,cuyo goce quedaba patente en sus sollozos de placer.
 
—¡Ay, Dios mío!Su cosa es demasiado grande, ¡es
 
 
enorme! ¡Oh, mellega hasta la cintura!... ¡Oh, oh, esto es
demasiado! No tanfuerte, querido padre... ¡Cómo empuja,
me va a matar!...¡Ah! Con cuidado, más lento, así. ¡Siento
 
 
sus grandespelotas contra mi trasero!
 
—¡Alto ahí!—gritó Ambrose, cuyo placer se había
tornadoinsoportable y cuya leche estaba a punto de brotar a
chorros—. Hagamosuna pausa. ¿Quiere que nos cambiemos,
amigo mío? A míme parece una estupenda idea...
 
—No, oh, no... Nopuedo moverme, sólo puedo continuar:
esta querida niñame depara un goce perfecto.
 
—Quédate quieta, CieloRiveros, estimada niña, o me harás
derramar. No meaprietes el arma con tanto entusiasmo.

—No puedoevitarlo, me va a matar usted de placer. ¡Oh,
continúe, perocon tiento!... ¡Ay, no tan fuerte! ¡No empuje
con tantafuria!... ¡Cielos, se va a correr! Se le cierran los
ojos, se le abrenlos labios. ¡Dios mío, me va usted a matar,
me parte en doscon eso tan grande!... ¡Oh, sí! Adelante,
córrase, estimadopadre Ambrose. Deme esa leche ardiente...
¡Oh! Empuje másfuerte, más... ¡Máteme si le place! —Cielo Riveros
rodeó con susbrazos blancos el fornido cuello, abrió al
máximo sus tersosy hermosos muslos y se empaló con su
enormeinstrumento hasta que la velluda barriga se frotó
contra su suavemonte de Venus—. ¡Empuje, empuje ahora!
 

—gritó CieloRiveros, olvidando todo pudor al tiempo que liberaba su
propia descargaentre espasmos de placer—. ¡Empuje,
empuje,métamela!... ¡Ay, sí, así!... ¡Ah, Dios, qué tamaño!
¡Qué longitud! Meparte en dos, ¡qué bruto es usted! ¡Oh, oh!
Ya se corre, lonoto... ¡Dios, qué lechada! ¡Qué borbotones!
 
Ambrose descargócon furia, como el semental que era, a
la vez que sehincaba con toda su alma en el tibio vientre que
tenía debajo desí.
 
Después se retiróa regañadientes, y Cielo Riveros, liberada de sus
garras, se volviópara contemplar a la otra pareja. Su tío
arremetía coninnumerables embates rápidos y breves a su
amiguita, y eraevidente que su goce iba a llegar al culmen
sin dilación.
 
Julia, por suparte, a quien, por desgracia, la reciente
violación y elsubsiguiente trato despiadado por parte del
brutal Ambrosehabían herido y debilitado, no disfrutaba en
absoluto, sinoque yacía sumisa e inerte en los brazos de su
violador.

Cuando, porconsiguiente, tras unas cuantas arremetidas
más, Verbouc seechó hacia delante para correrse con una
voluptuosadescarga, Julia sólo notó que inyectaban en su
interior algotibio y húmedo, sin experimentar ninguna otra
sensación quelanguidez y fatiga.
 
A este terceratropello le siguió otra pausa, durante la cual
Mister Delmont seretiró a un rincón y se quedó, al parecer,
adormilado. Secruzaron entonces un millar de dichos
ingeniosos.Ambrose, reclinado en el lecho, hizo que Cielo Riveros se
acercara a él, yaplicando los labios a su raja empapada,
disfrutóprodigándole besos y toqueteos de la naturaleza más
rijosa ydepravada.
 
Mister Verbouc,para no quedar a la zaga de su
compañero, pusoen práctica varias invenciones igualmente
libidinosas conla inocente Julia.
 
Luego la tumbaronentre los dos sobre el lecho y palparon
todos susencantos, demorándose con admiración en su motte
casi imberbe y enlos rojos labios de su coñito.
 
Tras un rato, losdeseos de ambos fueron secundados por
los indiciosexternos y bien visibles de las vergas enhiestas,
 
 
ansiosas otra vezpor probar placeres tan arrobadores y
exquisitos.
 
No obstante,ahora se iba a inaugurar un nuevo programa.
Ambrose fue elprimero en proponerlo.
 
—Ya nos hemosdivertido bastante con sus coños —dijo
sin miramientos,al tiempo que se volvía hacia Verbouc, que
se habíadesplazado hasta donde estaba Julia y jugueteaba
con sus pezones—.Vamos a ver de qué están hechos sus
traseros. Estaencantadora criatura, por ejemplo, sería un
placer para elpropio Papa, y debe de tener nalgas de
terciopelo y underriére digno de que se corra en él un
emperador.

La idea se pusoen práctica de inmediato y se sujetó a las
víctimas. Eraabominable, era monstruoso, resultaba
aparentemente¡imposible cuando se contemplaba la
desproporción. Elenorme miembro del sacerdote se presentó
ante la pequeñaabertura posterior de Julia; el de Verbouc
amenazaba a susobrina por el mismo agujero. Un cuarto de
hora se consumióen los preliminares, y tras una aterradora
escena de lujuriay lascivia, las dos muchachas recibieron en
sus entrañas loschorros candentes de sus impías descargas.
 
Al cabo la calmasucedió a las violentas emociones que
habían arrolladaa los intérpretes de esta monstruosa escena.
 
Finalmente,prestaron atención a Mister Delmont.
 
El digno varón,como ya he señalado, estaba
discretamenteinstalado en un rincón, al parecer vencido por
el sueño, o elvino, o posiblemente por ambos.
 
—¡Qué sosegadoestá! —observó Verbouc.
 
—Una concienciapecadora es triste compañera —señaló
el padre Ambrose,cuya atención se centraba en la ablución
de su instrumentocolgante.
 
—Venga, amigomío, le toca el turno a usted. Aquí tiene
un obsequio—continuó  Verbouc, exhibiendo, para
edificación detodos, las partes más secretas de la casi
insensibleJulia—. Venga y disfrute de ello. Pero ¿qué le
ocurre a estehombre? ¡Cielo santo!, ¿pero qué es esto?
 
Verboucretrocedió un paso.
 
El padre Ambrosese inclinó sobre el cuerpo del
 
 
malhadado Delmonty le palpó a la altura del corazón.
—Está muerto—dijo con voz queda.
Y así era.
 

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2 comentarios - el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 6

nukissy1336
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