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el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 5

Capítulo VIII
 el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 5


Cielo Riverosseguía proporcionándome los pastos más deliciosos.
Sus jóvenesextremidades nunca echaban de menos las dosis
carmesí que yo.embebía, ni acusaban como grave
inconveniencialas minúsculas punzadas que, muy a
regañadientes, meveía obligado a infligirle para sustentarme.
Decidí, portanto, permanecer con ella a pesar de que
últimamente suconducta se había tornado un tanto
cuestionable yalgo irregular, por no decir otra cosa.
 
De lo que sí meapercibí sin lugar a dudas es de que había
perdido todoatisbo de delicadeza y recato virginal, y que
ahora sólo vivíapara los deleites del goce sexual.
 
Pronto quedéconvencido de que mi damita no había
desoído ni unápice de la lección que había recibido acerca
de su parte en laconspiración que se estaba preparando.
Ahora me propongorelatar cómo interpretó su papel.
 
No transcurriómucho tiempo antes de que Cielo Riveros se
encontrara en lamansión de Mister Delmont, y, como lo
quiso la suerte,o mejor dicho, como lo había planeado aquel
digno varón, asolas con el enamorado propietario.
 
Mister Delmontvio su oportunidad, y como un general
avispado, sedispuso al instante para el ataque. Consideraba a
su hermosaacompañante o bien del todo ajena a sus
intenciones, obien deliciosamente dispuesta a alentar sus
insinuaciones.
 
Ya tenía MisterDelmont su brazo en torno a la cintura de
Cielo Riveroscuando, al parecer por casualidad, la suave mano
derecha de ésta,que la nerviosa palma del caballero
estrechaba, seposó en su varonil muslo.
 
Lo que CieloRiveros percibió bajo su mano evidenció sin asomo
de duda laviolenta emoción de éste. Un estremecimiento
recorriórápidamente el duro objeto que yacía oculto, y Cielo Riveros
 
 
sintió a su vezese espasmo simpático que denota placer
sensual.
 
El mujeriegoMister Delmont atrajo suavemente a la
muchacha hacia síy abrazó su complaciente cuerpo. Le
estampó derepente un cálido beso en la mejilla y susurró
lisonjas paradesviar la atención de la muchacha. Intentó algo
más: moviósuavemente la mano de Cielo Riveros en torno al duro
objeto hasta quela damita percibió que la excitación de su
compañero corríael peligro de desbocarse.
 
Durante todo esterato, Cielo Riveros se había ceñido
estrictamente asu papel; era la viva imagen de la inocencia
recatada.
 
Mister Delmont,animado por la falta de resistencia de su
joven amiga, tomóotras medidas aún más resueltas. Su
traviesa manoresiguió la cenefa del delicado vestido de Cielo Riveros
y apretó sutierna pantorrilla. A continuación, de repente,
mientrasdepositaba un cálido beso en sus labios rojos,
introdujo raudolos dedos trémulos por debajo del vestido y
le tocó elrollizo muslo.
 
Cielo Riveros seapartó. En cualquier otro momento, de buen
grado se hubieratendido de espaldas y le habría permitido
hacerle laspeores cosas que supiera hacer; sin embargo
recordó cuál erasu papel y siguió interpretándolo a la
perfección.
 
—¡Oh, quémaleducado es usted! —se encolerizó la
damita—, ¡quétravieso, no puedo permitírselo! Mi tío dice
que no debopermitir a nadie que toque eso, al menos no sin
antes... —CieloRiveros titubeó, se interrumpió y puso cara
bobalicona.
 
Además deexcitación, Mister Delmont sentía ahora
curiosidad.
 
—¿No sin antesqué, Cielo Riveros?
 
—Oh, no debodecírselo. No debería haberlo mencionado.
Pero al hacermeusted algo tan maleducado, he perdido la
cabeza y lo heolvidado.
 
—-Olvidar, ¿elqué?
 
—Algo que mi tíome ha dicho a menudo —respondió
sencillamente CieloRiveros.
 
 
—¿De qué setrata? Dímelo.
 
—No me atrevo.Además, no entiendo a qué se refiere.
 
—Si me dices quées lo que te dijo, yo te lo explicaré.
 
—¿Me promete nocontárselo a nadie?
 
—Desde luego.
 
—Bueno, pues diceque no debo dejar que nadie eche
mano ahí, y quequien quiera hacerlo, debe pagar bien por
ello.
 
—«¿De verdad diceeso?
 
—Sí, eso dice. Ytambién dice que soy capaz de
proporcionarleuna buena suma de ese modo, y que hay
muchísimoscaballeros acaudalados que pagarían por lo que
usted quierehacerme, y dice que él no es tan estúpido como
para perder unaoportunidad semejante.
 
—Francamente, CieloRiveros, tu tío es un escrupuloso hombre de
negocios. No letenía por esa clase de personas.
 
—Pues así es él—replicó Cielo Riveros—. Tiene mucha afición al
dinero, créame,pero lo mantiene en secreto; y apenas sé a
qué se refiere,pero a veces dice que va a vender mi
virginidad.
 
«¿Será posible?»,pensó Mister Delmont.
 
—¡Qué hombre debede ser! ¡Qué impresionante vista
para losnegocios!
 
De hecho, cuantomás pensaba en ello Mister Delmont,
más convencidoestaba de que la ingeniosa explicación de
Cielo Riveros eracierta. Había que comprarla. Y él la compraría;
prefería milveces eso a recurrir a una relación secreta y
luego correr elriesgo de ser descubierto y castigado.
 
No obstante,antes de que pudiera hacer poco más que dar
vueltas en sucabeza a estas sabias reflexiones, les
interrumpió lallegada de su hija Julia, y muy a su pesar,
soltó a suacompañante y se arregló la ropa para no ofender
al recato.
 
Cielo Riverosadujo rápidamente una excusa y se fue a su casa,
dejando que losacontecimientos siguieran su curso.
 
La ruta que tomómi hermosa damita discurría entre
varios prados yparalela a un camino de carro que
desembocaba enuna amplia carretera muy cerca de la
 
 
residencia de sutío.
 
Era a primerahora de la tarde y hacía un tiempo
magnífico. Lavereda daba varios giros repentinos, y mientras
Cielo Riverosseguía su camino, se distraía observando el ganado en
los pastosaledaños.
 
En breve lavereda estuvo flanqueada por árboles. La larga
línea recta detroncos separaba el camino de carro del
sendero para lostranseúntes. En el prado más cercano vio a
varios hombreslabrando la tierra, y un poco más allá, a un
grupo de mujeresque habían hecho un breve alto en su tarea
de escardar paracotillear un rato.
 
Al otro lado dela vereda había un seto, y al mirar a través
de él CieloRiveros vio una escena que la sobrecogió en extremo. En
el prado habíados animales, un caballo y una yegua. Aquél
había estado atodas luces persiguiendo a ésta por el prado y
al fin habíaacorralado a su compañera en un extremo, no
muy lejos dedonde se encontraba ella.
 
Pero lo que mássobrecogió y sorprendió a Cielo Riveros fue la
maravillosaexcitación que mostraba un largo y pardusco
miembro erectoque colgaba bajo el vientre del semental y
que, de vez encuando, se levantaba contra su cuerpo con una
impacientesacudida.
 
Sin duda la yeguatambién había reparado en el miembro,
pues ahora estabaperfectamente quieta de espaldas al
caballo.
 
A éste loacuciaban demasiado sus instintos eróticos como
para coquetearmucho rato, y la damita vio para su asombro
que la enormecriatura se montaba sobre la yegua por detrás
para luegointentar ensartarle su herramienta.
 
Cielo Riverosobservaba, llena de interés y expectación, y vio
cómo el largomiembro hinchado del caballo acertaba al cabo
y desaparecía porcompleto en los cuartos traseros de la
yegua.
 
Decir que sedespertaron las emociones sensuales de la
joven no seríasino expresar el resultado natural de una
exhibición tansalaz. Fue más que un despertar; sus instintos
libidinosos seencendieron. Se cogió las manos y contempló
con interés ellascivo encuentro; y cuando, tras proceder
 
 
rápida yfuriosamente, el animal retiró su pene empapado,
Cielo Riveros sequedó mirándolo. Le invadían unas ansias dementes
de apropiarse delenorme colgajo y de utilizarlo para su
propio deleite.
 
En este excitadoestado de ánimo, notó que necesitaba
hacer algo paraaliviar la poderosa emoción que la oprimía.
Haciendo un granesfuerzo, Cielo Riveros apartó la vista, y en ese
mismo momento,cuando llevaba recorridos media docena de
pasos, se topócon una escena que sin duda no era proclive a
aliviar suexcitación.
 
En medio delcamino se hallaba un rústico joven de unos
dieciocho años;sus rasgos atractivos, pero un tanto estúpidos,
estaban vueltoshacia el prado donde retozaban los
afectuososcorceles. Una abertura en el seto que bordeaba la
vereda leproporcionaba una excelente panorámica, y se
entregaba a sucontemplación con tanto interés como el que
había mostradoantes Cielo Riveros.
 
Pero lo que llamópoderosamente la atención a la
muchacha fue elestado de las vestiduras del mozo, y la
aparición de untremendo miembro, coloradote y bien
desarrollado,que, a cara descubierta y expuesto por
completo, alzabaal frente con desvergüenza su airada cresta.
 
El efecto quehabía producido la escena del prado no
dejaba lugar adudas, pues el mozo ya se había desabrochado
la ropa interiorde basto tejido y se asía con nerviosismo un
arma de la que sehabría enorgullecido un carmelita.
Devoraba con ojosanhelantes la escena que ante él se
desarrollaba enel prado mientras su mano derecha retiraba
la piel de laenhiesta columna y maniobraba vigorosamente
arriba y abajo,ajeno por completo a que un espíritu tan
parecido al suyoestuviera siendo testigo de su proceder.
 
Un respingo y unaexclamación que dejó escapar Cielo Riveros le
obligaron a miraren derredor de inmediato, y allí mismo,
delante de él,vio a la hermosa muchacha, ante la que
exponía porcompleto su desnudez y su lasciva erección.
 
—¡Oh, Dios mío!—exclamó Cielo Riveros, en cuanto pudo hablar
—, ¡qué horriblevisión! ¡Qué muchacho tan malvado! Pero
¿qué haces conesa cosa larga y roja?

 
El chico,avergonzado, intentó torpemente volver a
meterse en loscalzones el objeto que había provocado estos
comentarios, perosu evidente confusión y la rigidez de la
cosa hicieron dela operación algo muy difícil, por no decir
tedioso.
 
Cielo Riverosacudió amablemente en su ayuda.
 
—¿Qué es eso?Déjame que te ayude. ¿Cómo es que ha
salido? Quégrande y duro es, ¡y vaya longitud! Caramba,
¡quétremendamente grande la tienes, picarón! —y mientras
hablaba posó sudelicada manita blanca sobre el pene erguido
del muchacho, yal asirlo suave y cálidamente, como es
natural, no hizomás que restarle posibilidades de volver a
entrar en surefugio.
 
Entre tanto, elmozo, al tiempo que recobraba poco a poco
el aplomo yobservaba lo hermosa y en apariencia inocente
que era su nuevaconocida, dejó de hacer patente deseo
alguno deayudarla en el laudable empeño de ocultar el
rígido yafrentoso miembro. De hecho, por más que así lo
hubiera deseado,la tarea se hizo imposible, pues en cuanto
Cielo Riveros lohubo apresado, adquirió proporciones aún mayores,
mientras elbálano púrpura y tirante relucía como una ciruela
madura.
 
—¡Qué diablillo!—observó Cielo Riveros—. ¿Qué debo hacer? —
continuó, mirandocon coquetería el hermoso rostro del
aldeano.
 
—¡Ah, cómo megusta eso! —dijo el mozo dando un
suspiro—, quiéniba a pensar que estaba usted tan cerca
mientras yo mesentía tan mal... ¡Acababa de empezar a
palpitar y ahinchárseme ahora mismo!
 
—Esto es muy,pero que muy perverso —señaló la damita,
que oprimió conmás fuerza y notó que las exuberantes
llamas de lalujuria se alzaban cada vez más en su interior—.
Esto está mal, yes una travesura, bien lo sabes, granuja.
 
—¿Ha visto lo quehacían los caballos en el prado? —
preguntó elchico, mirando perplejo a Cielo Riveros, cuya belleza le
parecía que seelevaba como la aurora sobre sus cortas
entendederas delmismo modo que el sol sale a hurtadillas
sobre un paisajelluvioso.
 
 
—Sí, lo he visto—contestó la muchacha, inocentemente
—. ¿Para qué lohacían? ¿Y qué hacían exactamente?
 
—Pues jodían—respondió el joven con una mueca lasciva
—. Él deseaba ala yegua, y la yegua deseaba al semental, de
modo que se hanacoplado y han jodido.
 
—Señor, quécurioso —exclamó Cielo Riveros, desviando su
mirada consimplicidad infantil de la enorme cosa que tenía
entre las manospara posarla en el semblante del joven.
 
—Sí, ha sidodivertido, ¿verdad? Y, ¡Virgen santa!, qué
herramientatenía, ¿verdad, señorita?
 
—Inmensa —murmuróCielo Riveros, pensando también en la cosa
que estabapelando lentamente, adelante y atrás, con su
propia mano.
 
—Oh, quécosquillas me hace —dijo el muchacho entre
suspiros—. ¡Quéhermosa es! ¡Qué frotes tan deliciosos! Siga,
siga, señorita,quiero correrme.
 
—¿De verdad?—susurró Cielo Riveros—. ¿Quieres que haga que
te corras?
 
Cielo Riveros vioque el objeto erecto iba enrojeciéndose con la
suaveestimulación que le proporcionaba, hasta que la rolliza
punta casiparecía a punto de reventar. Le invadió con
violencia elsalaz deseo de observar el efecto de su fricción.
 
Se aplicó a lalasciva tarea con energías redobladas.

—Oh, por favor,siga... Está a punto de llegar. ¡Oh! ¡Oh!
¡Qué bien lohace! ¡Agárrela fuerte!... ¡Más rápido!... ¡Pélela
hasta abajo!Ahora, otra vez. ¡Oh!, Dios bendito. ¡Oh! —La
larga y duraherramienta se puso más caliente y rígida a
medida que lasmanitas la manipulaban con destreza—. ¡Ah,
ah, me corro!¡Ah! ¡Oh! —exclamó el aldeano con voz
entrecortada,mientras las rodillas le temblaban, el cuerpo se
le ponía rígido,echaba la cabeza atrás y, entre contorsiones y
gritos ahogados,su enorme y poderoso pene arrojaba un
rápido chorro deespeso flujo sobre las manitas que, ansiosas
por bañarse en elcálido y viscoso aluvión, asían ahora con
cariño el enormeastil y le extraían la torrencial lluvia de
semen.
 
Cielo Riveros,sorprendida y encantada, bombeó hasta la última
gota —de haberseatrevido lo habría lamido—, y luego,
 
 
sacando supañuelo de batista, se limpió los espesos y
nacarados restosde las manos.
 
El joven, confusoy alelado, guardó el miembro vencido y
observó a sucompañera con un aire de curiosidad y asombro
entremezclados.
 
— ¿Dónde vive?—se le ocurrió al fin preguntar.
 
—No muy lejos deaquí —contestó Cielo Riveros—. Pero no debes
intentarseguirme, ni indagar, ya sabes. Si lo haces —
continuó ladamita—, saldrás perdiendo, pues nunca volveré
a hacértelo, yserás castigado.
 
—¿Por qué nojodemos como el semental? —sugirió el
joven cuyo ardor,sólo medio apaciguado, empezaba otra vez
a caldearse.
 
—Algún día,quizás. Ahora no, que tengo prisa. Llego
tarde; debo irmede inmediato.
 
—¿Me dejará quele meta mano por debajo de la ropa?
Dígame, ¿cuándovolverá?
 
—Ahora no—aseguró Cielo Riveros, retirándose poco a poco—,
pero nosvolveremos a encontrar. —Conservaba un vivido
recuerdo delfornido asunto, ahora dentro de los calzones del
muchacho—. Dime—prosiguió ella—. ¿Has jodido alguna
vez?

—No, pero megustaría... ¿No me cree?... Bueno, pues
entonces sí, síque he jodido.
 
— ¡Qué escándalo!—exclamó la damita.
 
—Seguro que a mipadre le gustaría follársela —dijo él sin
vacilar, yhaciendo caso omiso de su ademán de despedida.
 
—¿Tu padre? ¡Quéhorrible!... ¿Cómo estás tan seguro?
 
—Porque mi padrey yo nos follamos a las mozas juntos.
Su herramienta esmucho más grande que la mía.
 
—Si tú lodices... Pero ¿de veras tu padre y tú hacéis esas
cosas juntos?
 
—Sí, cuando senos presenta la oportunidad. Debería verle
joder. ¡Ay, viveCristo! —exclamó, y sonrió como un tonto.
 
—No pareces muylisto —dijo Cielo Riveros.
 
—Pues mi padre noes tan listo como yo —replicó el
mozo, esbozandouna amplia sonrisa al tiempo que le
enseñaba lapolla, otra vez medio erguida—. Ahora sé cómo
 
 
joder, aunquesólo lo he hecho una vez. Debería verme follar.
 
Y Cielo Riverosvio la enorme herramienta enhiesta y palpitante.
 
—¿Con quién lohiciste, picarón?
 
—Con una muchachade catorce años. Nos la follamos mi
padre y yo.
 
—-¿Quién lo hizoprimero? —quiso saber Cielo Riveros.
 
—Yo, y mi padreme pilló. De modo que quiso su parte y
me hizosujetarla. Debería verle joder, ¡vive Cristo!
 
Pocos minutosdespués, Cielo Riveros estaba otra vez en camino y
llegó a casa sinque le sucedieran más aventuras.
 
 
Capítulo IX
 
 
Cuando, esatarde, Cielo Riveros relató el resultado de su
entrevista conMister Delmont, de los labios de sus dos
compinches brotóuna grave risilla de satisfacción. Nada dijo,
en cambio, deljoven aldeano que se había encontrado por el
camino.Consideraba del todo innecesario molestar al astuto
padre Ambrose o asu no menos sagaz pariente contando esa
parte de susactos del día.
 
El plan estaba atodas luces a punto de hacerse realidad.
La semillaplantada con tanta discreción sin duda
fructificaría, yal pensar Ambrose en el delicioso placer que
con seguridadalgún día experimentaría al hacer suya a la
joven y hermosaJulia Delmont, cobró ánimos y sus pasiones
saborearon deantemano las tiernas exquisiteces que habrían
de ser suyas,hasta que el resultado se hizo visible en la
enorme tensión desu miembro y la excitación que delataba
todo sucomportamiento.
 
Mister Verbouc noquedó menos conmovido. Sensual en
grado sumo, seprometió un lascivo banquete con los
encantos reciéndescubiertos de la hija de su vecino, y la idea
del convitevenidero actuó de igual modo sobre su
temperamentonervioso.
 
Aún había ciertosdetalles por disponer. Era evidente que
el simple deMister Delmont actuaría creyendo que eran
ciertas lasdeclaraciones de Cielo Riveros con respecto a la voluntad
de su tío devender su virginidad.

El padre Ambrose,cuyo conocimiento de Delmont le
había llevado asugerir esa idea, sabía bien con quién se las
estaba viendo; dehecho, ¿quiénes, de entre aquellos que
tenían elprivilegio de tenerlo como confesor, no desvelaban
su naturaleza máshonda a su sacerdote en el sagrado
sacramento de laconfesión?
 
 
El padre Ambroseera discreto, observaba fielmente el
silencio queimponía su religión, pero no tenía escrúpulos en
utilizar losconocimientos así adquiridos para sus propios
fines; y a estasalturas el lector sabe tan bien como yo cuáles
eran esos fines.
 
De esta guisa seorganizó la trama. Cierto día —ya
decidirían cuál—,Cielo Riveros debía invitar a su amiga Julia a pasar
la jornada conella en casa de su tío, y Mister Delmont, según
se estableció,recibiría instrucciones de ir a recogerla.
Después de queflirtearan un rato él y la inocente Cielo Riveros, una
vez explicado ypreviamente acordado todo, ella debía
retirarse, y conel pretexto de que era absolutamente
necesario tomaralguna clase de precaución para evitar el
menor escándalo, CieloRiveros iba a serle presentada en una estancia
adecuada,recostada sobre un sofá, donde su hermoso cuerpo
y sus encantosquedarían a su disposición mientras su cabeza
permanecía ocultatras una cortina minuciosamente cerrada.
De este modo,Mister Delmont, ansioso por el tierno
encuentro, podríaarrebatar la joya que codiciaba de su
hermosa víctima,sin que ella —que ignoraría quién podía ser
su asaltante—tuviera oportunidad de acusarle del atropello
ni se avergonzaraen su presencia.
 
A Mister Delmontdebía explicársele todo esto, y su
conformidad setenía por cierta; sólo quedaba una salvedad.
Nadie debíadecirle que Cielo Riveros sería sustituida por su propia
hija. Sólo losabría cuando todo hubiera acabado.
 
Mientras tanto,prepararían poco a poco y en secreto a
Julia para lo queiba a acontecer, sin mencionarle, como es
lógico, lacatástrofe final ni quién iba a ser el auténtico
participante.Pero aquí el padre Ambrose estaba en su salsa, y
medianteindagaciones bien dirigidas y una gran abundancia
de explicaciones—innecesarias del todo en un confesonario
—, pronto puso ala joven al corriente de cosas con las que
hasta entonces nisiquiera había soñado, todas las cuales
Cielo Riveros secuidó de explicar y confirmar.
 
Todas estascuestiones habían quedado definitivamente
decididas encomún, y la consideración del asunto había
producido deantemano un efecto tan violento en los dos
 
 
hombres que ahoraestaban preparados para celebrar su
buena fortunamediante la posesión de la joven y hermosa
Cielo Riveros conun ardor que nunca habían superado.
 
Mi damita, por suparte, estaba encantada de prestarse a
sus fantasías, yal tiempo que se sentaba o recostaba en el
mullido sofá conun miembro erguido en cada mano, sus
propias emocionescrecieron proporcionalmente hasta
anhelar losvigorosos abrazos que, como bien sabía, iban a
venir acontinuación.
 
El padre Ambrose,como siempre, fue el primero. La puso
boca abajo, leindicó que enseñara sus rollizas nalgas blancas
tanto como lefuera posible, y se detuvo un momento a
contemplar ladeliciosa perspectiva y la delicada rajita, que
apenas se veía,un poco más adelante. Su arma, formidable y
bien provista dela esencia de la naturaleza, se irguió airada y
amenazó conentrar por cualquiera de las dos puertas en las
deliciosastinieblas del amor.
 
Mister Verbouc,igual que en otras ocasiones, se dispuso a
presenciar eldesproporcionado asalto con la intención
evidente dedisfrutar después interpretando su papel
preferido.
 
El padre Ambrosecontempló con  lascivia los
promontoriosblancos y torneados que tenía delante de sí. Las
tendenciasclericales de su educación le excitaban a cometer
una infidelidadpara con la diosa, pero la certeza de lo que su
amigo y patrónesperaba de él lo refrenó por el momento.
 
—Las demoras sonpeligrosas —dijo—, tengo las pelotas
harto llenas;esta querida niña debe recibir su contenido, y
usted, amigo mío,debe deleitarse con la abundante
lubricación deque le proveeré.
 
Ambrose, al menosen esta ocasión, no decía sino la
verdad. La enormearma, coronada por la testa lisa, púrpura y
reluciente comouna fruta madura, se le erguía rígida contra
el ombligo, y losinmensos testículos, duros y rotundos,
parecíansobrecargados con el venenoso licor que ansiaban
derramar. Cuando,a punto de reventar de lujuria, el sátiro se
aproximó a supresa, una gota espesa y opaca —un avant-
courrier deltorrente que vendría después— apareció en el
 
 
contundenteprepucio. Inclinando hacia abajo con
impaciencia elrígido astil, Ambrose metió el gran capullo
entre los labiosde la tierna hendidura de Cielo Riveros, y toda
lubricada comoestaba, comenzó a penetrarla.

—¡Oh, qué dura!¡Qué grande es! —gritó Cielo Riveros—. Me hace
daño, vademasiado aprisa... ¡Ay, deténgase!
 
Para el caso, CieloRiveros podría haber estado apelando al viento.
Una rápidasucesión de embates, unas pocas pausas a cada
tanto, másesfuerzos, y Cielo Riveros quedó empalada.
 
—¡Ah! —exclamó elprofanador a la vez que se volvía
triunfante haciasu colega mientras sus ojos destellaban y su
lujuriosa bocasalivaba debido al goce—. ¡Ah, esto es
delicioso, claroque sí! ¡Qué estrecho lo tiene!, y sin embargo
lo ha engullidotodo. Estoy dentro hasta las pelotas.
 
Mister Verbouc locomprobó minuciosamente. Ambrose
tenía razón. Desus genitales no quedaban a la vista más que
sus dos enormespelotas, que, bien ceñidas, ejercían presión
entre las piernasde Cielo Riveros.
 
Mientras tanto, CieloRiveros sentía muy adentro la pasión que
embargaba a suinvasor. Percibió cómo el prepucio liberaba
el enorme bálano,y al instante, arrollada por sus emociones
más lujuriosas,con un leve grito, derramó en abundancia.
 
Mister Verboucestaba encantado.
 
—¡Empuje!¡Empuje! —dijo—. Ahora le encanta, désela
toda, ¡empuje!

Ambrose nonecesitaba semejante incentivo: cogiendo a
Cielo Riveros porlas caderas, se enterraba en ella a cada acometida.
El placer lellegó rápido; retiró su pene humeante, excepto el
capullo, y luego,dando una última arremetida, soltó un
gemido que veníade lo más hondo y emitió un perfecto
diluvio de flujocaliente en el delicado cuerpo de Cielo Riveros.
 
La muchacha notóla sustancia cálida y goteante que
ascendía briosapor su interior, y una vez más ofreció su
tributo. Losabundantes borbotones que ahora se derramaban
en sus entrañasdesde las poderosas reservas del padre
Ambrose, cuyosingular don en este particular ya he
explicado,provocaron en Cielo Riveros intensísimas sensaciones, y
durante estadescarga experimentó un profundo placer.
 
 
Apenas se habíaretirado Ambrose cuando Mister Verbouc
tomó posesión desu sobrina e inició un lento y delicioso
disfrute de susencantos más íntimos. Tras un intervalo de
veinte minutosenteros, durante los cuales el salaz tío se
deleitó a más nopoder, culminó su placer con una copiosa
descarga que CieloRiveros recibió con tales espasmos de goce que
sólo una mentedel todo lasciva podría apreciar.
 
—Me pregunto...—dijo Mister Verbouc, tras recuperar el
aliento yrefrescarse con un largo trago de buen vino—, me
pregunto cómo esque esta querida niña me inspira un
arrobamiento tanarrollador. En sus brazos me olvido de mí
mismo y de todoel mundo. La embriaguez del momento me
arrastra ydisfruto de un éxtasis desconocido.
 
La observación, oreflexión, llámese como se prefiera, del
tío, iba, encierta medida, dirigida al buen padre, y, sin duda,
en parte era elresultado de maniobras de espíritus que
habitaban en suinterior y que involuntariamente afloraban y
tomaban la formade palabras.
 
—Creo que yo lepodría decir el motivo —dijo Ambrose
sentenciosamente—,sólo que quizás usted no seguiría mi
razonamiento.
 
—Explíquemelo,claro que sí —replicó Mister Verbouc—.
Soy todo oídos, ysi algo me gustaría escuchar es su motivo.
 
—Mi motivo, o másbien debería decir mis motivos —
observó el padreAmbrose—, resultarán evidentes cuando
haya ustedcaptado mi hipótesis. —Luego, cogiendo un
pellizco de rapé,una costumbre en la que el buen hombre
por lo generalincurría antes de comunicar alguna reflexión
de peso,continuó—: El placer sensual debe ser siempre
proporcional a laadaptabilidad de las circunstancias que van
dirigidas aproducirlo. Y ello resulta paradójico, pues cuanto
más avanzamos enla sensualidad, y más voluptuosos se
vuelven nuestrosplaceres, mayor necesidad hay de que estas
circunstanciasestén reñidas. No me malinterprete; intentaré
expresarme conmás claridad. ¿Por qué comete una violación
un hombre cuandoestá rodeado de hermosas mujeres
dispuestas apermitirle hacer uso de sus cuerpos?
Simplemente,porque no se contenta con estar de acuerdo con

 
la partecontraria de su disfrute, y precisamente en la
resistencia deésta radica su placer. Sin duda hay casos en los
que un hombre decarácter brutal, en busca únicamente de su
propio desahogosexual, si no le es posible encontrar un
objetocomplaciente para su gratificación, fuerza a una
mujer, O a unaniña, a voluntad, sin otro objeto que el
desahogoinmediato de los instintos que lo torturan; pero si
se buscan lasactas de crímenes semejantes, se comprobará
que, en un númeromás elevado, obedecen a un propósito
deliberado,planificado y ejecutado aun cuando existen otros
medios desatisfacción evidentes e incluso legales. La
oposición aldisfrute ansiado sirve para aguzar su apetito
lascivo, y laintroducción del rasgo distintivo del crimen y la
violencia añadeentusiasmo a la cuestión, que va
afianzándose confirmeza en la mente. Está mal, es
inaceptable, portanto merece la pena buscarlo, se vuelve
delicioso. Unavez más, ¿cuál es el motivo de que un hombre
de constituciónvigorosa y capaz de saciarse con una mujer
completamentedesarrollada, prefiera a una jovencita
inmadura? Yorespondo: porque esa disparidad le
proporcionaplacer, gratifica la imaginación, y por tanto se
amolda conexactitud a las circunstancias de las que hablo.
En efecto, y sinlugar a dudas, es la imaginación la que
trabaja. La leydel contraste rige en esto tanto como en todo
lo demás. La meradistinción de los sexos no es en sí
suficiente parael hombre voluptuoso y cultivado; se
necesitancontrastes más acusados y peculiares para
perfeccionar laidea que ha concebido. Las variaciones son
infinitas, peroen todas ellas subyace la misma ley. Los altos
prefieren a lasbajas, los de piel clara a las de piel morena, los
fuertes escogen amujeres frágiles y tiernas, y estas mujeres
tienenpreferencia por los compañeros vigorosos y robustos.
Los dardos deCupido llevan incompatibilidades por punta y
lasincongruencias más extremas por plumas; nadie, a
excepción de losanimales inferiores, las propias bestias,
copulaindiscriminadamente con el sexo opuesto, e incluso
éstas tienenpreferencias y deseos tan irregulares como los de
la humanidad.¿Quién no ha visto el comportamiento
 
 
antinatural dedos perros callejeros, o no se ha mofado de los
torpes esfuerzosde una vieja vaca que, mientras la conducen
al mercado con elresto del rebaño, desahoga sus instintos
sensualesmontando sobre los lomos de su vecina más
próxima? Asírespondo a su invitación, y le ofrezco mis
motivos de lapreferencia que siente usted por su sobrina, por
la compañera dejuegos dulce pero prohibida, cuyas
deliciosasextremidades manoseo ahora.
 
Al tiempo que elpadre Ambrose concluía, miró un
instante a lahermosa joven, y su enorme arma se alzó hasta
alcanzar susmáximas dimensiones.
 
—Ven, frutaprohibida —dijo—, déjame que te coja como
tal, deja quedisfrute de ti hasta quedar satisfecho. Eres mi
placer, miéxtasis, mi goce delirante. Te cubriré de leche, te
poseeré a pesarde los dictados de la sociedad... Eres mía,
¡ven!

Cielo Riveroscontempló el coloradote y enhiesto miembro del
confesor,percibió su mirada excitada clavada en su propio
cuerpo joven.Sabía su intención y se dispuso a complacerle.
 
El eclesiásticoya había entrado numerosas veces en sus
tiernas entrañasy endilgado su majestuoso pene cuan largo
era en suspartecillas sensibles. El dolor debido a la
penetraciónprevia había dado paso ahora al placer, y la
carne joven yelástica se abrió para recibir la columna de
cartílago con laúnica incomodidad de que debía tener
cuidado alalojarla.
 
El buen hombrecontempló durante un momento la
tentadoraperspectiva que tenía ante sí y luego, avanzando,
dividió loslabios rosados de la hendidura de Cielo Riveros e introdujo
la suave glándulade su enorme arma: al notarla, Cielo Riveros,
agitada, sintióque la recorría un estremecimiento de
emoción.
 
Ambrose siguiópenetrando hasta que, tras unas cuantas
ferocesarremetidas, se enterró en toda su longitud en su
estrechocuerpecillo y ella lo recibió hasta las pelotas.
 
Luego sesucedieron los embates, las  vigorosas
contorsiones poruna parte y los sollozos espasmódicos y
gritos ahogadospor la otra. Si los placeres del eclesiástico
 
 
eran intensos,los de su juvenil compañera de juegos eran
igualmentevoluptuosos, y el rígido artefacto ya estaba bien
lubricado con ladescarga de ésta cuando Ambrose, lanzando
una quejahondamente sentida, llegó una vez más a su
culmen y CieloRiveros notó el torrente de derramaduras que le
quemabaviolentamente en lo más vivo.
 
—¡Ah, cómo me haninundado ambos! —dijo Cielo Riveros, y
mientras hablabavio que un charco le empapaba las piernas
y se derramabaentre sus muslos y sobre la funda del sofá.
 
Antes de quecualquiera de ellos pudiera responder al
comentario, seoyeron unos gritos en la apacible estancia que,
ahora ya másdébiles, captaron de inmediato la atención de
los tres.
 
Y aquí debo poneral tanto a mi lector de uno o dos
pormenores quehasta el momento, en mi calidad de insecto,
no he creídonecesario mencionar. El hecho es que las pulgas,
pese a ser sinduda una de las especies más ágiles, no
tenemos lacapacidad de estar en todas partes al mismo
tiempo, aunquesin duda podemos compensar y de hecho
compensamos estadesventaja merced al ejercicio de una
agilidad rara vezigualada por otros miembros de la tribu de
los insectos.
 
Debería haberexplicado, como cualquier narrador
humano, aunque,quizá, con menos circunloquios y más
veracidad, que latía de Cielo Riveros, Mistress Verbouc, de la que se
hizo una muybreve presentación a mis lectores en el capítulo
inicial de mihistoria, tenía sus aposentos en un ala de la
mansión dondepasaba buena parte del tiempo, al igual que
Mistress Delmont,entregada a ejercicios devotos, y, con una
felizdespreocupación por los asuntos mundanos, por lo
general dejaba elgobierno doméstico de la casa a su sobrina.
 
Mister Verbouc yahabía alcanzado la etapa de la
indiferenciahacia los atractivos de su media naranja, y rara
vez visitaba losaposentos de ésta o interrumpía su reposo
con el propósitode ejercer sus derechos maritales.
 
Mistress Verbouc,no obstante, era todavía joven: apenas
habían pasadotreinta y dos veranos sobre su piadosa y
devota persona.Era hermosa, y además había aportado a su
 
 
marido elbeneficio adicional de una fortuna considerable.
 
La dama, a pesarde su beatería, a veces languidecía por
los consuelos mástangibles que constituían los abrazos de su
marido, ysaboreaba con intenso deleite el ejercicio de los
derechos de ésteen las visitas ocasionales que hacía a su
lecho.
 
En esta ocasión,Mistress Verbouc se había retirado a una
hora temprana,como hacía habitualmente, y para explicar lo
que sigue esnecesaria la presente digresión. Mientras esta
afable dama, portanto, está ocupada en esos asuntos de
tocador que nisiquiera las pulgas nos atrevemos a profanar,
hablemos de otropersonaje no menos importante cuya
conducta tambiénserá necesario estudiar.
 
Resultó que alpadre Clement, cuyas hazañas en las lides
de la diosaamorosa ya hemos tenido ocasión de describir, le
dolía en lo máshondo la retirada de la joven Cielo Riveros de la
Sociedad de laSacristía y, al tanto de quién era y dónde se la
podía localizar,había rondado durante varios días la
residencia deMister Verbouc con la idea de volver a poseer el
delicioso trofeodel que, como se recordará, el astuto
Ambrose habíaprivado a sus cofrades.

Clement contabaen este intento con el apoyo del
superior, quetambién lamentaba amargamente su pérdida,
sin sospechar,empero, el papel que en ésta había
desempeñado elpadre Ambrose.
 
Esa noche enconcreto, Clement se había apostado cerca
de la casa, y alver una oportunidad, se acercó para mirar por
una ventana que,estaba seguro, era la de la hermosa Cielo Riveros.
 
Desde luego, ¡quévanos son los cálculos humanos!
Mientras eldesamparado Clement, privado de sus goces,
vigilaba sindescanso una estancia, el objeto de sus deseos se
entregaba conavidez, en otra, a un salaz disfrute entre dos
vigorososamantes.
 
Mientras tanto,la noche avanzaba, y Clement, al
encontrarlo todotranquilo, se las ingenió para alzarse a la
altura de laventana. En la habitación ardía una tenue luz
gracias a la cualel ansioso curé pudo vislumbrar a una dama
que reposaba asolas disfrutando plenamente de un profundo
 
 
sueño.
 
Sin atisbo deduda acerca de su capacidad para ganarse a
Cielo Riverospara su goce con sólo hacerse oír, y recordando el
éxtasis que habíaexperimentado mientras disfrutaba de sus
encantos, elaudaz sinvergiienza abrió la ventana y entró en
la alcoba. Deltodo cubierto con el holgado hábito de monje y
oculto bajo suamplia capucha, se acercó furtivamente a la
cama mientras sugigantesco miembro, ya despierto a los
placeres que seprometía, se erguía feroz contra su hirsuta
barriga.
 
Mistress Verboucse despertó, y sin dudar ni un instante
de que era sufiel esposo quien tan cálidamente se apretaba
contra ella, sevolvió con cariño hacia el intruso, y, de buena
gana, abrió susmuslos complacientes y los ofreció a su
vigoroso ataque.
 
Clement, por suparte, igualmente seguro de que tenía a la
joven CieloRiveros en sus brazos, quien, además, no rechazaba sus
caricias, llevóla situación al límite; al tiempo que se colocaba
con premura ypasión entre las piernas de la dama, puso su
enorme penecontra los labios de una hendidura bien
lubricada, y deltodo consciente de las dificultades que
esperabaencontrar en una muchacha tan joven, se hincó
violentamente.

Un movimiento,otra arremetida descendente de su gran
trasero, un gritosofocado por parte de la dama, y lenta pero
segura lagigantesca masa de carne endurecida entró hasta
que estuvoalojada en su mayor parte. Entonces Mistress
Verbouc, al serla primera vez que la penetraba Clement,
detectó laextraordinaria diferencia. Este pene tenía al menos
dos veces eltamaño del de su marido. Y a la duda le siguió la
certidumbre.Levantó la cabeza, y a la tenue luz de la
estancia, vioencima de ella, muy cerca del suyo, el excitado
semblante delferoz Clement.
 
De inmediato seprodujo un forcejeo, una violenta
protesta y unvano intento de desasirse de su fornido
asaltante.
 
Podía hacer loque quisiera, que Clement no pensaba
soltar su presa.No se detuvo, sino que, al contrario, sordo a
 
 
sus gritos, laensartó hasta el fondo y luchó con precipitación
febril porculminar su horrible triunfo. Ciego de ira y lujuria,
se mostróindiferente al hecho de que se hubiera abierto la
puerta y a losgolpes que le llovían sobre los cuartos traseros;
con los dientesapretados y el manso mugido de un toro,
alcanzó el clímaxy derramó un torrente de semen en el
reacio útero desu víctima.
 
Entonces se diocuenta de la situación, y temeroso de las
consecuencias desu detestable atropello, se incorporó a toda
prisa, retiró suarma espumante y salió de la cama por el lado
opuesto al de suasaltante. Esquivando como mejor podía los
tajos que MisterVerbouc daba al aire, y bien calada la
capucha de suhábito sobre el rostro para evitar que lo
reconocieran, seprecipitó hacia la ventana por la que había
entrado; de unapresurado salto consiguió escapar en la
oscuridad,seguido por las imprecaciones del enfurecido
esposo.
 
Ya hemosconsignado en un capítulo anterior que Mistress
Verbouc era unainválida —o más bien así se imaginaba ella
misma—, y parauna persona de nervios delicados y
costumbresretiradas, mi lector puede imaginar por sí mismo
cuál había de serel probable efecto de tan indecoroso
atropello. Lasenormes proporciones del hombre, su fuerza,
su furia, casi lahabían matado, y yacía inconsciente en el
lecho en que sehabía perpetrado su violación.
 
Cuando MisterVerbouc, que no estaba especialmente
dotado de coraje,vio que el asaltante de su mujer se alzaba
satisfecho de sutropelía, permitió a Clement retirarse en paz.
 
El padre Ambrosey Cielo Riveros, que habían seguido a una
distanciarespetuosa al marido afrentado, presenciaron desde
la puertaentreabierta el desarrollo de la extraña refriega.
 
En cuanto selevantó el violador, Cielo Riveros y Ambrose lo
reconocieron alinstante; de hecho, aquélla tenía, como ya
sabe el lector,buenas razones para recordar el enorme
colgajo que sebalanceaba empapado entre sus piernas.
 
Los dos, a losque les unía un mismo interés por
mantenerse ensilencio, cruzaron una mirada, lo suficiente
para decirse quedebían ser discretos, y se retiraron antes de
 
 
que la mujerultrajada, al hacer cualquier movimiento,
descubriera suproximidad.
 
Transcurrieronvarios días antes de que la pobre Mistress
Verbouc seencontrara lo bastante recuperada como para
levantarse. Laconmoción que habían sufrido sus nervios era
tremenda, y de noser por el trato amable y conciliador de su
marido, no habríasido capaz de soportar la situación.
 
Mister Verbouctenía sus razones para dejar pasar el
asunto, y nopermitió que consideración alguna lo abrumara
más de loconveniente.
 
El día después dela catástrofe que acabo de describir,
Mister Verboucrecibió una visita de su querido amigo y
vecino MisterDelmont, y tras permanecer reunidos, a solas
los dos, durantemás de una hora, se despidieron con
radiantessonrisas y derrochando cumplidos.
 
Uno había vendidoa su sobrina y el otro creía haber
comprado unavirginidad, esa preciada joya.
 
Cuando el tío de CieloRiveros anunció, esa noche, que el trato se
había cerrado yel asunto había quedado debidamente
arreglado, hubogran regocijo entre los conspiradores.
 
El padre Ambrosetomó posesión de inmediato de dicha
virginidad, eintroduciendo en la muchacha su miembro cuan
largo era,procedió, según su explicación, a mantener caliente
el lugar,mientras Mister Verbouc, como siempre,
reservándosehasta que su cofrade hubiera acabado, atacó
después la mismafortaleza musgosa, como él mismo expresó
con guasa, sólopara lubricar y facilitar el paso a su nuevo
amigo.

amateur

 
A continuaciónultimaron todos los detalles y el grupo se
separó, confiadosen el éxito de su estratagema. 

1 comentarios - el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 5

nukissy1329
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