You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Nosotros y el español

Nosotros y el español

El avión aterrizó en Alicante con el sol derritiéndose en el horizonte, pintando el cielo de un rojo que parecía sacado de una postal. Clara ajustó su blusa escotada al levantarse del asiento, y por enésima vez, me maravillé de cómo aquella mujer de cuarenta y cinco años seguía haciendo girar cabezas como si fuera magia. Sus curvas, enfatizadas por la falda amplia que se movía con cada paso, eran un recordatorio constante de por qué llevábamos veinte años casados… y de por qué este viaje sería distinto. 
—¿Listo para cumplir las reglas? —me susurró al oído, su aliento caliente rozándome la piel mientras recogíamos el equipaje—. Ningún límite. Nadie nos conoce aquí. 
Asentí, conteniendo una sonrisa. La idea había surgido meses atrás, en casa, en Buenos Aires, en una noche de vino y risas ahogadas entre sábanas: España sería nuestro tablero de juego. Un lugar donde nuestras fantasías más íntimas podrían respirar sin el peso de la rutina. 
El hotel era un edificio blanco junto al mar, con ventanas arqueadas y buganvillas trepando por las paredes. Al cruzar la puerta, el aroma a azahar y sal nos envolvió, pero lo que realmente capturó mi atención fue el joven tras el mostrador. Tendría treinta y cinco años, pelo oscuro revuelto y una mirada que se posó en Clara como un imán. 
—Bienvenidos, señores —dijo con un acento grueso y cálido—. Soy Manuel, pero pueden llamarme Manolo. 
Clara se acercó a firmar el registro, inclinándose levemente sobre el mármol. El escote de su blusa reveló lo que ya sabía: la seda negra de su sostén, transparente como había prometido. Manolo tragó saliva, sus dedos tamborileando nerviosos sobre el teclado. 
—Habitación 304 —murmuró, entregando las llaves sin apartar los ojos de sus piernas, desnudas bajo la falda que se agitaba con la brisa de la ventana—. Les… les llevo el equipaje. 
Ella rio, un sonido bajo y cargado de malicia. 
—Qué amable —respondió, rozando su mano al tomar la llave—. Pero te se preocupes, mi marido puede cargarlo. 
Manolo enrojeció hasta las orejas, y yo contuve una carcajada. Esto ya empieza bien, pensé. 
La habitación olía a limón recién exprimido y a sábanas almidonadas. Clara se dejó caer sobre la cama, sus formas dibujando una silueta hipnótica contra la colcha blanca. 
—¿Viste cómo me miraba? —preguntó, deslizando una mano por su propio cuello—. Como si nunca hubiera visto una mujer de verdad. 
Me acerqué, desabrochando lentamente su blusa. La lencería transparente dejaba poco a la imaginación, sus pezones rozados se distinguían claramente a través del corpiño. Mi verga se paró de inmediato, en parte por lo que veía, en parte porque me gustaba como se estaba desinhibiendo mi mujer y en parte por como el conserje la había mirado. La besé profundamente, subí su falda y sentí la humedad de su concha por encima de la tanga, ahí supe que ella también se había excitado.
Bajé mi cabeza y al correr su tanga para lamerla me sorprendió ver que se había depilado toda, lo cual me calentó aún más. Empecé a lamer diciéndole-¿Viste como te miró el conserje?- Ella solo gimió como respuesta. Yo seguía chupándola mientras seguía diciéndole -Seguro no puede sacarse de su cabeza tu escote, tus piernas, tu culo…le debés haber causado una tremenda calentura, seguro se le paró la pija cuando rozaste su mano- ella no decía nada, solo me agarraba los pelos y apretaba mi cabeza contra su concha depilada. - ¿Te gustaría que nos viera ahora y se pajeara delante nuestro?- en ese momento acabó como pocas veces lo había hecho. Liberó una cantidad enorme de flujos que mojaron mi cara y mi cuello. -Cogeme fuerte- me dijo y yo acaté la orden, la cogí bien fuerte y en pocas sacudidas acabamos los dos a la vez.
Nos acostamos boca arriba, a medio vestir con una sonrisa que no se nos borraba de la boca.
—Es solo el principio —le dije, mordiendo su hombro mientras ella arqueaba la espalda—. Pero recuerda: aquí, todo vale. 
Al caer la noche, salimos a caminar por el paseo marítimo. Clara llevaba un vestido ajustado que silbaba con el viento, y cada hombre que pasaba giraba la cabeza como si estuviera programado para hacerlo. Nos sentamos en lo que ellos llaman un bar de tapas, y entre sorbos de gin tonics , observé a un grupo de jóvenes en la mesa de al lado. Sus miradas ardían, sus risas eran demasiado altas. 
—¿Crees que alguno se atreverá a hablarte? —pensé en voz alta, acariciando el muslo de Clara bajo la mesa. 
Ella sonrió, mordiendo una aceituna con lentitud deliberada. 
—Prefiero al conserje —respondió, deslizando un pie descalzo por mi pantorrilla—. Tiene ojos de perro perdido. De esos que siguen a una hasta la habitación… si se lo permiten. 
La sangre me latió en las sienes. Manolo. Su timidez, su inseguridad. Era perfecto. 
Regresamos al hotel pasada la medianoche, y allí estaba él, tras el mostrador con la cabeza gacha, como si hubiera estado esperando. Clara se detuvo frente al ascensor, y antes de que las puertas se cerraran, le lanzó una mirada que habría derretido el hierro. 
—Hasta mañana, Manolo —dijo, y su voz era miel envenenada. 
El ascensor ascendió en silencio, pero el aire entre nosotros vibraba. Al entrar a la habitación, Clara me empujó contra la pared, sus uñas clavándose en mi pecho. 
—Quiero que lo veas —jadeó, desatando mi cinturón con manos expertas—. Quiero que veas cómo me desea… y cómo me desean. 
Y supe, entonces, que Alicante no sería solo un viaje. Sería el detonante.
La mañana siguiente amaneció con un sol abrasador que prometía convertir la arena en un espejismo. Clara eligió un bikini diminuto, las tiras apenas sosteniendo sus pechos, y una pareo transparente que envolvía sus caderas como un susurro. Al salir del hotel, Manolo casi derrama el café que llevaba en las manos al verla pasar. 
exhibicionismo

—¿Hacia la playa? —preguntó, recuperándose torpemente. 
—Hacia la playa nudista —aclaró Clara, ajustando las gafas de sol con una sonrisa que dejó al joven mudo. 
El lugar estaba semioculto entre rocas, un paraíso de cuerpos libres y miradas sin disfraces. Clara desató su pareo sin vacilar, dejando caer la tela al suelo. Sus tetas, grandes y firmes, capturaron la luz del Mediterráneo como si fueran de porcelana pulida. Me senté a su lado, fingiendo leer un libro, pero mi atención se perdía en los murmullos de los transeúntes. Hombres de todas las edades, algunos con parejas, alargaban el paso cerca de nuestra toalla. Una mujer rubia, esbelta y con tatuajes en la cadera, le lanzó a Clara una mirada de aprobación antes de sonreírme como cómplice. 
Fantasias

—¿Te gusta que te miren? —pregunté, rozando su hombro con los dedos. 
—Me gusta que nos guste —respondió, untándose bronceador en los pezones, que se endurecían bajo el roce—. Mira ese de allá… el de la barba gris. Lleva tres pasadas y todavía no decide si atreverse a hablar. 
Era cierto. El hombre, de unos cincuenta, fingía interés en el mar mientras su esposa, absorta en su revista, ignoraba su nerviosismo. Clara se incorporó de golpe, sacudiendo la arena de su cabello, y caminó hacia el agua. Cada paso era un balanceo hipnótico, sus nalgas redondas dibujando óvalos bajo el hilo de su bikini. Las cabezas giraron como girasoles. 
Al regresar, gotas de agua resbalaban por su vientre. 
—¿Cuántos crees que se han corrido imaginándome hoy? —susurró al recostarse boca arriba, los pechos al sol. 
—No sé, pero yo estoy a punto de hacerlo —confesé, ajustando mi bermuda para ocultar la erección que amenazaba con delatarme. 
El atardecer nos encontró de vuelta en el hotel. Manolo, ahora con uniforme impecable, se apresuró a abrirnos la puerta. 
—¿Disfrutaron la playa, señores? —preguntó, aunque sus ojos se clavaban en los pezones aún erectos que se transparentaban bajo la blusa suelta de Clara. 
—Mucho —respondió ella, dejando caer casualmente una de las tiras del escote—. Aunque el agua estaba fría… Necesitaré algo cálido más tarde. 
La cena fue un festín de miradas furtivas. Comimos paella en el restaurante del hotel, bajo una enredadera iluminada por luces doradas. Clara llevaba un vestido negro tan corto que, al sentarse, revelaba la ausencia de ropa interior. Cada vez que se inclinaba para tomar el vino, los comensales de las mesas cercanas contenían la respiración. 
—¿Creés que Manolo trabaje hasta tarde? —preguntó de pronto, trazando círculos con el dedo sobre mi muñeca. 
—¿Por? 
—La piscina climatizada cierra a medianoche… y odio nadar con gente. 
El agua estaba tranquila, vaporizándose bajo la luna. Clara se zambulló primero, el vestido negro flotando alrededor de su cuerpo como una medusa. Yo la seguí, y nos besamos apasionadamente. Recorrí su cuerpo como si fuera la primera vez deteniéndome en sus tetas y en su conchita. Entre besos y caricias ella acabó en la piscina…no lo podía creer, lo hicimos en un lugar público aunque estábamos solos, o eso pensaba, y fue muy excitante.
esposa caliente

Pero fue solo al salir, con la ropa pegada a la piel, cuando lo vimos: Manolo, recostado en una tumbona a veinte metros, con una toalla sobre las piernas y una botella de cerveza vacía en la mano. Nos observaba. No, la observaba a ella.
Clara salió de la piscina con lentitud deliberada. El vestido, empapado, se adhería a cada curva, volviéndose casi invisible. Manolo se incorporó, su respiración entrecortada audible incluso a distancia. 
—Manolo —llamó ella, escurriendo su cabello—. ¿No deberías estar cerrando el área? 
El joven tragó en seco. 
—S-sí, señora. Pero… puedo esperar. 
Clara se volvió hacia mí, gotas de agua cayendo por su cuello. 
—Cariño —dijo, mordiendo el labio—, ¿recordás la regla de las fantasías? 
El aire olía a cloro y a azahar. Y en ese momento, supe que la noche apenas comenzaba. 

Te calentaste? Querés la segunda parte? Te leo o charlamos en tlgrm @eltroglodita

2 comentarios - Nosotros y el español

manoglo1 +1
Ufff. Cuantas coincidencias. No pude evitar representarme ahí. Mmm
homoeroticus99
Por qué crees que puse esos nombres?
mdqpablo +1
Hermoso relato , muy bien narrado . Ya queremos saber que pasó
homoeroticus99 +1
Ya está la segunda parte